lunes, 13 de abril de 2009

Diario de una apuesta (Capítulo quince)

Gladys habla y habla y no hay poder humano que la haga parar, que le diga “deténgase por favor”. El profesor está sentado en un rincón y parece momificado porque no junta los párpados ni se mueve. Por momentos pienso que somos una clase de secundaria donde todos venimos a joder la vida, a mofarnos de los gestos de unos y otros, hasta de mí, que tengo cara de ratón asustado.
Sofía y el Agelasta son un par de angelitos mirando a Gladys. Esta mañana ella no me dijo nada sino que me sonrió, como siempre, pero como siempre ella sabe que ese gesto es suficiente para dejarme en otra dimensión.
Hago bolitas de papel, que voy arrojando a la cesta para afinar puntería. Sin moverme un ápice de mi espacio sigo a Sofía con la mirada cuando sale del aula. Debe ir al baño porque sale con el bolso. La imagino como a la chica vecina; un escalofrío se apodera de mí; aparte de eso la sexy de Tatiana levanta las piernas como Sharon Stone en Bajos Instintos; la condenada provoca con cada centímetro de su cuerpo, es una bomba a punto de estallar.
La señal de un mensaje en mi teléfono destella en medio del paraíso: “Hoy he pensado en ti, necesito que hablemos, te espero a las tres en la biblioteca”. Sofía regresa y no puede evitar dejar de mirarme. Otro escalofrío me invade ahora el alma. Siento a Sofía más mía que del Agelasta, y solo ha sido un beso, o una boca sobreponiéndola sobre otra boca, sin movimiento de lengua, de labios. No reparo en teorías ni en tiempos ni en nada. Me quiero meter de cabeza al agujero, no importa el cangrejo y sus tenazas. Sofía es un punto de apoyo y yo me siento capaz de mover el mundo por ella.
A las tres en la biblioteca me espera. A las tres.

Sofía tiene puesto el pantalón con arañazos de tigre que tanto me gusta. Mi corazón late en la garganta. En Sofía hay un brillo demencial, sus ojos la delatan. Estamos sentados frente a frente sin hablar, para qué le digo lo que siento si ya lo sabe. Sin embargo a las mujeres les gusta que uno les hable de eso, que pidamos permiso para entrar en sus vidas, que narremos con pelos y señales lo locos que estamos por ellas, que se nos vea la baba saliendo a borbotones por la boca; eso las hace sentirse importantes, dignas de ser mujer.
Para romper un poco el hielo le cuento la historia de Liliana. Lo hago tan rápido que no sé si me entiende, mi lengua se mueve como si fuera a inocular a alguien. Le digo que Liliana me deja perplejo cada vez que le pregunto algo, Sofía escucha sin dejar de mirarme. Me ruborizo un poco tras cada palabra, es difícil hablarle y no tenerla más cerca. La verdad es que no sé cómo tratarla. Me muevo en la silla como si estuviera sentado sobre piedras de lava muy puntiagudas.
–¿Entonces de qué querías hablar? –le pregunto a secas para no atragantarme más.
–Tú ya lo sabes –me dice, y también se ruboriza–. Es sobre lo que está pasando.
Sofía toma en sus manos un libro y comienza a hojearlo como esperando a que yo le ayude en su impulso.
–Lo que está pasando es sencillo, Sofía –hago acopio de una fuerza desconocida–: hace tiempo me rindo ante ti, no dejo de pensarte, mi corazón se agita de solo recordarte, de solo escuchar tu voz, es como una burbuja, me siento vacío cuando no estás cerca, no sé, Sofía, qué sea, pero te aseguro que es maravilloso lo que me mueve hacia ti…
¿Qué es lo que le estoy diciendo? Las palabras no han sido medidas, no son las mejores, pero son las que me salen de adentro. Aprendo que, aunque para el amor uno no está preparado y que todas las situaciones hacen variar el instante de la confesión, el sentimiento fluye como el agua constante de un río. Es el momento de la verdad.
Sofía suelta el libro antes de decir:
–Es algo extraño pero yo siento lo mismo, sé que no es sano del todo pero no puedo evitarlo; hay cosas de mi vida que no conoces y que se relacionan con él, todo es él, los dos últimos años de mi vida se resumen en él; pero tienes algo que me hace sentir importante, deseada, muy mujer; él parece vivir en otro planeta, no siempre, pero es así, tú tienes humor y eso me gusta, tú dices las cosas como son, las nombras sin fingimientos, eso me tiene enredada, como el atrapa-sueños que tengo colgado en el cuarto, necesito que me ayudes a aclarar esto, necesito sacar de mis entrañas esas voces que dicen sí y que dicen no como si su significado fuera igual.
Le tomo las manos y ella me aprieta; hay lágrimas en sus ojos, su ternura se desborda, sus dudas se acentúan. Le doy un beso en las manos y ella me pide un abrazo. Yo acerco mi silla a la suya y nos abrazamos por una eternidad.
Hacemos un pacto de silencio. Yo debo entender su posición: el Agelasta existe, no es una mancha en el espejo, no es la cabeza de un alfiler; pero hay abandono, hay detalles, hay vacío, hay necesidad. A él se le olvidan tantas cosas que ella quisiera…, y yo estoy ahora ahí, haciéndola sentir viva, importante, como ella a mí, recordándole que la vida puede ser más amable, que aunque muchos digan que el amor no existe, nosotros dos sí.
Mi felicidad es tanta que le propongo que nos casemos como los gitanos, tratando de emular el juego de Perrito. Me da un beso y me dice que no apuremos las cosas, que tengamos sentido común. Yo digo que bueno, pero no entiendo eso de sentido común, no soy bueno filosofando y menos en temas del amor.
Una señora con cara de prefecta de monasterio se nos acerca y nos dice que ése no es el lugar adecuado para nosotros, que respetemos a la gente que sí va a estudiar. Yo la miro con ganas de escupirle la cara por ser tan inoportuna, por olvidar aquellas cosas que debió hacer cuando la flagelaban sus hombres, si es que tuvo, si es que tiene, porque con esa cara dudo mucho esa posibilidad.
Tomamos nuestras cosas y salimos a la calle. Entramos a una cafetería a dos calles de allí, donde pedimos un refresco, donde nos ponemos de acuerdo en lo que sigue en nuestras vidas, para seguir con el deslumbramiento, para besarnos con desenfreno. Establecemos entonces que la cafetería será nuestro punto de encuentro, marcamos territorio. Sofía tiembla como una hoja al viento. El viento es lo que quiero ser yo.

María Teresa: Una aguja, una nube y un río… Me has puesto a pensar seriamente en una buena respuesta. Podría ser que cosiera la nube al río, que con la aguja hiciera agujeritos a la nube para aumentar el caudal del río, qué sé yo. Por otro lado no haría nada, los dejaría tal como están, como son. Cada uno de esos elementos tiene su propio fin, eso es, dejarlos tal como son, independientes, no sobreponerlos a mis caprichos o al capricho de la gente. De pronto, si pudiera, claro que en mi imaginación puedo, me subiría a la nube y me deslizaría a través de la aguja hasta tocar las aguas profundas del río, para beberlo un poco, para volverme poeta.
Yo: Sería bueno un copito de nube con sabor a sol.
María Teresa: El problema es el sabor del sol. Muy reseco ese sabor. Mejor uno con sabor a fruta. ¿Has pensado en la fruta prohibida?
Yo: Cuál de todas.
María Teresa: La bíblica.
Yo: Ahí tengo una dualidad: me hablas de la fruta de Eva o la fruta del árbol.
María Teresa: La del árbol, no te me salgas de ahí.
Yo: A ver… Digamos que estoy en lo alto del árbol del fruto prohibido, escondido entre su follaje, inmóvil, sin espantar un solo pájaro, inmóvil como una gota de agua que sobrevive de la noche. Hay manzanas, muchas manzanas rojas colgadas como luces de árbol navideño. De repente veo una serpiente ofreciéndole a una mujer una manzana madura. La mujer debe ser Eva. Está desnuda y es bella, por Dios que es bella. Eva es bella y de su belleza no pormenorizan las escrituras. Así es la primera mujer, la primera provocación del mundo. La serpiente habla con una extraña sabiduría que convence. Eva extiende su mano, observa la manzana que cabe en su cuenco, su olor es único; con ojos vivaces la muerde. Cada mordisco de Eva a la manzana me anima el espíritu, calienta mi respiración. Allí no hay ningún pecado universal ni nada que se le parezca. O tal vez sí: el pecado es como muerde Eva la manzana. Su boca seduce, su gesto de complacencia. Me enamoro. La serpiente se enrosca apaciblemente junto al árbol, saca la lengua en intervalos precisos. Eva come de pie junto al árbol, es toda una mujer; una pequeña hoja cae sobre su espalda. Arroja lo que sobra de la manzana entre los arbustos cercanos y le da las gracias a la serpiente. La serpiente parece sonreír, satisfecha, como si ella se hubiera comido la manzana. No dice nada. La serpiente se marcha dejando sola a Eva, que mira el atardecer, somnolienta. Continúo quieto en mi rama pero no puedo evitarlo y pronuncio su nombre. Eva gira su cabeza y me descubre. Me contempla por un rato, algo asustada, dando dos pasos hacia atrás. Luego se calma y me hace señas para que baje. Pese al temor por la serpiente, desciendo del árbol directo a ella. Frente a frente Eva es más bella, su piel es de un color exótico. Me invita a una manzana que alcanza con la mano. Acepto sin la menor preocupación. Al morder la manzana siento por un instante el sabor de sus labios, o lo que debe ser, en todo caso exquisito. Eva me mira fijo y sé que son ojos que ya he visto, claros y pequeños. De pronto todo se mueve, la tierra y el aire, y como si despertara de un sueño acogedor me veo desterrado del paraíso. Un destierro que dura hasta hoy.
María Teresa: Aplaudo tu rapidez para pensar, me gusta. Debes ser rápido para las frutas prohibidas.
Yo: Cuál de todas (repito).
María Teresa: La fruta prohibida que anhele tu corazón.
A veces pienso que María Teresa tiene una bolita mágica donde adivina ciertas cosas, pero sé que es porque es madura en sus reflexiones, que conoce el sabor de la fetidez y de la gloria, que no anda por ahí como velero extraviado en el agua, sin vela, sin remos, sin una brújula para llegar a algún lugar. Ella me ha autorizado para hablar con todas las cartas sobre la mesa, pero hay cartas, como ella, de las cuales es mejor no hablar.
María Teresa se despide. Yo cierro mis ojos y le digo adiós. El rostro de Sofía en mi memoria me salva de las aguas mansas.

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