jueves, 13 de agosto de 2009

Diario de una apuesta (capítulo diecisiete)

La comunicación entre Sofía y yo es cada vez mejor, o al menos eso es lo que parece o pienso que dictan los astros. Diríase que hay un puente levadizo que se abre y se cierra a nuestro antojo clandestino, aunque ella es la que más lo usa porque no podemos ser evidentes y destruir lo que tenemos (¿tenemos?). Cuando quiere que yo la llame (el Agelasta ha desaparecido momentáneamente) me timbra dos veces; cuando me timbra una sola vez significa que está pensándome. Esas son nuestras claves. Sus mensajes de texto al teléfono también se repiten, se convierten en nuestro mejor mecanismo de comunicación. La visito más seguido a su casa con la excusa de estudiar. Me hago amigo de su familia, su mamá es un amor, su hermanita juega conmigo, Julián me invita a fiestas y comparte sus sueños, su papá me habla con el corazón y de ir a pescar mar adentro en una canoa llena de cerveza. Ellos sospechan de mis intenciones porque de vez en cuando hacen comentarios pícaros, a voz baja, pero el Agelasta aparece al final de los mismos como el muro de noventa kilos que es.

(Salgo al atardecer en estos días donde el sol es del color de la zanahoria. Imagino las calles sin gente, estas playas sin mar, sin ese horizonte donde se calca tu rostro; imagino, y me siento extraviado como al inicio del mundo. La clave está en contemplar con júbilo toda la belleza que se aviva con tu cercanía, las mariposas que brotan del corazón entusiasmado. Voy con tu recuerdo avivando mi paso por el malecón, donde el mar es más riguroso, donde pequeños acantilados juegan con cangrejos y con el agua. Invento todas las historias mientras mi mano se sumerge en ese reino de animales fantásticos; invento para confirmar que esto es cierto, que soy yo el vivo. Así es, niña rubia llegada de otra tierra para conjurarme con su presencia, para decirme con cada gesto que la vida es constante como el mar que ahora toca mi pie sobre la playa).

Recojo a Sofía en el carro de Perrito. No sé con qué pretexto ha podido salir de noche conmigo, pero no quiero saber. Sofía tiene puesto el mismo vestido con que aparece en la fotografía de su mesita. Por fin otra cosa relevante que comparte conmigo, así sea un vestido. El escote en su espalda me revela la dimensión real de sus atributos. Mientras conduzco le tomo la mano y me la llevo a la boca para pasarle los labios. Toco su cuello con ligereza, pero ella me retira la mano y a cambio me da un beso. Me confiesa que en su casa hablan bien de mí, que he ganado terreno. Me alegra saberlo, pero por más terreno que gane, le digo, ella es una especie de área protegida. Sonríe. Dice que soy un bobo al pensar esas cosas. A veces parecemos dos adolescentes inflándonos de amor, sin pensar en lo que hay fuera de este. Por ella yo podría renunciar a las demás mujeres y a las benevolencias del prometido paraíso. Le susurro tales palabras. Sin embargo ella calla, baja la mirada porque para estar conmigo ha tenido que mentir. Y sabe que miente aquí y miente allá. Y sabe que su corazón está fracturado.
Llegamos a Magenta, un restaurante bar en la parte sur de El Rodadero. El portero nos indica el lugar para dejar el carro. Hay un camino de piedra iluminado con antorchas de bambú, hay deseos de entrar con ella de la mano o cargándola pero no podemos dar más evidencias. Nos ubicamos en una mesa al lado del mar, junto al acantilado, donde el choque del agua contra las rocas nos salpica levemente la ropa. Es deliciosa esa sensación y más al lado de Sofía que mira maravillada tan bella puesta en escena. Sobre nuestras cabezas vuelve a aparecer la luna en forma de hamaca y un cielo prodigioso de luz.
Para iniciar pedimos al mesero que nos traiga la especialidad de la casa. Sofía escruta a cada persona del lugar porque no quiere testigos conocidos, se siente un poco nerviosa pero llena de vida. Hay un exquisito silencio entre nosotros, un silencio cómplice y crepitante. El mesero regresa con las bebidas a base de ron cubano, limón, hielo y yerbabuena. Alzamos las copas para brindar; ella es el motivo de mi brindis, Sofía no dice nada respecto a que yo sea el de ella. Aún así soy feliz. Magenta es un restaurante bar levantado sobre una muralla de piedra, abierto a los astros, ese es su techo natural. Hay plantas por todos lados, unas verdes y otras de flores abiertas; una fuente de agua brota en el centro del lugar. La respiración aumenta cada vez que nos besamos. Me cuesta creer que sea mía esa boca, al menos en ese instante, esa boca que ya sentía, que ya soñaba, que delineo, por fin, con la punta de la lengua.
–Esto me parece una locura –dice ella.
–Para mí es un sueño, Sofía, cada día que pasa enloquezco más.
Sofía extravía la mirada, como pensando.
–A veces considero que esto va a salírseme de las manos, estoy muy confundida –la voz le tiembla–. Perdona que te lo diga pero es mi deber confesarlo: es la primera vez que estoy con dos hombres a la vez, me siento tan bien contigo que cuando él me besa o me acaricia quiero salir corriendo, me da coraje que lo haga y lo rechazo; sin embargo, ¿cómo hago?, él ha estado conmigo bastante tiempo, lo sabes bien, no puedo decir que lo dejo y digo adiós así como así, no es fácil, para mí las despedidas no son fáciles, tengo un compromiso con él, pero, aunque me cueste reconocerlo, cuando estoy a su lado siento que te engaño a ti, no a él, como en este momento; me estoy volviendo loca. Y eso que apenas empezamos.
Sofía me abraza con fuerza, acomoda su rostro en mi hombro, sus lágrimas me revelan una angustia sobrecogedora. Se limpia las lágrimas con una servilleta que toma de la mesa, se endereza, y agrega:
–Todo esto es lo que me da vueltas en la cabeza, no soy capaz de negarme a él y menos a ti; con él a veces me siento despreciada, contigo me siento importante, vibro con tu cercanía, me lleno de vida, pero no sé cómo hacer...
Escucho a Sofía, atragantado, porque no es fácil saber que te comparan, que te miden con un punto de partida preconcebido. Pero a eso me arriesgué, soy yo el intruso; el Agelasta, duele decirlo, es el lunes y yo soy el martes. Sofía puede quererme como dice que me quiere, pero solo comparte conmigo los ratos que se puede escapar por la ventanita de su corazón. Sin embargo, yo no pienso en lo que ella hace a su lado, no me rebano los sesos en esas sesiones, sé que de ella tiene todo, que es su mujer, que la conoce hasta el detalle de dibujarla con los ojos cerrados (no creo que sea tan idiota para no ser capaz); sé también que cuando se detiene en el beso o en la caricia piensa en él, en que no está bien, se llena de prejuicios y de todas las carajadas que le viene a la memoria.
La voz de Floyd me llega nítidamente porque ha callado. Sofía está mirando el oleaje del mar, se agarra con firmeza de la baranda como inundada por el vértigo. La tomo con delicadeza de la cintura; abajo, la espuma me recuerda que no todo es transparente, que entre Sofía y yo hay más que una historia, hay un Agelasta, ebrio de su mutismo, que ahora la llama para preguntarle por su paradero. Sofía miente esquivando mi mirada. Sé que le duele hacerlo, por él o por mí, qué sé yo, sus sentimientos son encontrados, chocan en su cabeza.
–¿Me llevas?
A mí me duele dejarla a varias calles del apartamento donde él vive. Me duele que nuestros espacios sean tan breves. Me duele darle ese beso que en unos cuantos minutos se borrará por el contacto de otra boca.
Perrito me llama para que lo recoja. Aún es temprano. Hay un vacío a ciento treinta kilómetros por hora. Si tuviera una pistola en la mano mataría solo por ver caer, o cuando menos le dispararía a las señales de tránsito de la carretera. Busco entre la música algo que me enlode el cerebro. Eminen sale a mi rescate. Perrito está sentado en la acera como un miserable más, sin oficio; me dan ganas de echarle el carro encima, pero le freno a tiempo.
–Qué parcero, me confundió con alguien o qué –me dice subiéndose al carro dando un portazo.
–Solo quería asustarlo, perrito.
–No mijo, a mí ya nadie me asusta, yo tengo comunicación directa con el de arriba y ése me las canta, así que no me salga con visajes raros.
Perrito, que anda enmalezado, me cuenta de sus andanzas y yo de las mías, o mejor, de Sofía, que es mi único tema de conversación. Perrito está decaído porque su mamá perdió definitivamente la casa y ahora anda de arrimada donde una hija. Está puto porque Bibiana anda cansona como nunca, jodiéndole la vida, pidiendo explicación por todo. Está descorazonado porque de su harem solo queda ahora el desierto.
Llegamos a mi casa después de dar varias vueltas por ahí, sin destino, sacando conclusiones de donde ya no se puede, arrojando escupitajos, siendo malvados y perversos. Perrito me deja y se va en su carro, hace rechinar las llantas; sé que algo le duele verdaderamente. Ahora salta a la cuerda y no sabe cuándo parar. Antes de entrar a la casa miro la luna de hamaca. Creo ver dos siluetas burlándose de mi mundo y de mis ideas, el puente levadizo se levanta herméticamente.
En la bruma Floyd vuelve a arremeter con su Hello, is there anybody in there.