martes, 21 de diciembre de 2010

Escribir es un acto de vanidad. Recordando al poeta Rafael del Castillo

El Festival Internacional de Poesía de Bogotá ha sido el norte para muchos poetas dentro y fuera del país. Allí, más que asistir al encuentro de la palabra o los autores, se va al encuentro con la gente, las cientos de personas que esperan cada año la celebración de la poesía como un bálsamo insustituible en sus vidas, a la magia de tantas voces recordándonos la alegría de ser hombres, amantes, dioses de universos...
Pero nada de esto es gratuito. Si no fuera por el poeta Rafael del Castillo, por su loable gestión, este evento hubiera desaparecido y muchos autores no tendrían ya ese espacio que ha sabido abrir como un encantado. 
No obstante, ¿quién recuerda al poeta Rafael del Castillo? Cuando digo esto,  me refiero al hecho de que nadie le devuelve la mano que él mismo tiende (aunque sé que no lo espera).  Poco lo vemos en encuentros literarios , alejado de la capital colombiana; o hablando de su obra, cuando menos. ¿Qué es lo que sucede? Indiscutiblemente la falta de apoyo a su labor, a su poética, deja mucho que desear de otros encuentros que se declaran autosuficientes o de otros autores que pierden día a día la memoria. Aunque es mejor decir que la megalomanía se está apoderando de las reducidas mentes de algunos organizadores que creen haber cogido el cielo con las manos. ¡Qué tristeza estar rodeado de esos cretinos!
Por eso, desde este blog, deseo volver a publicar esta semblanza del año 2004. Por eso hoy deseo que recordemos a Rafael del Castillo como el poeta que es, como el hombre que ha sabido llevar cultura por encima de estigmas, prejuicios o animosidades. Un abrazo, poeta, desde este hilo de agua que atraviesa la selva del Amazonas.

Semblanza de una conversación informal con el poeta Rafael del Castillo


Abril de 2004. Ulrika o el Festival Internacional de Poesía de Bogotá, además de su reconocido trabajo poético Canción desnuda (1985), El ojo del silencio (1985), Entre la oscuridad y la palabra (1990), Animal baldío (1998), Pirómana (2004), entre otros, es suficiente carta de presentación de este poeta inmerso en las aguas mansas bíblicas; extraño y endiabladamente bohemio, irreverente en sus ideas hasta la saciedad, y como dice María Antonieta Flores cuando se refiere a su obra “revela una voz que no teme desnudarse implacablemente, mostrar los vericuetos y fantasmas que lo asaltan evocando furia y destrucción, pero encontrando la salvación en el mínimo gesto de lo humano…”. Pero queda el hombre, aunque el hombre va unido íntimamente a su palabra como un código de honor; pero eso no termina por descifrarlo, se necesita acercársele, hablarle, sentirle la respiración agitada por la defensa de sus ideas.

El saludo en la Casa de Poesía Silva es breve, como si fuéramos dos desconocidos u hombres sin memoria (años atrás nos habíamos conocido en una Feria del Libro en Pereira); sin embargo, después vino el reconocimiento que trae la tierra caldense y una invitación muy informal, muy suya, de reunirnos en su casa. El taxi nos lleva a un modesto edificio de cuatro apartamentos pequeños, pequeñísimos. Me dice que el suyo es el último, y desde allí, con el dedo, señala el lugar donde vivía María Mercedes Carranza, unas calles más abajo: María Mercedes su amiga, la bella que añora, su ángel de la guarda, la hierva en sus grietas. Es allí, en ese reducido espacio que habita, donde se desarrolla una charla no sólo de poesía sino de la gente que lo rodea, de su furia con el mundo, de sus detractores, de su ambiente de trabajo, de Ulrika, del Festival, y sobre todo de una confesión que ya se percibía en el ambiente: soy alcohólico.

–Mire hermano –me dice con una voz temblorosa –en general tengo tropiezos con la gente porque no soy una persona fácil; yo tengo problemas, lo sé, por mi alcoholismo, por mi pedantería que dicen que tengo; yo no sé cómo soy, no tengo ni idea, en lo posible pretendo ser fácil para la gente, tengo muchos enemigos por eso…

Entonces en un acto de humildad y de cofradía me pregunta que si me ha parecido molesto, áspero, incómodo. Y así va hilvanando una conversación que deja ver al hombre, que traza algunos de sus miedos y muchos de sus rencores, y lo hace no para parecer menos pretencioso sino porque siente que así es.

Conocer un poco del Rafael del Castillo hombre, es algo que no muchas personas pueden lograr porque, incluso desde la provincia, se tiene una concepción suya nada favorable, de poco aprecio por ser una persona difícil, de círculos muy cerrados, donde no quiere a nadie y nadie lo quiere a él; pero como dice María Antonieta, empieza a encontrar “el mínimo gesto de lo humano”, una reconciliación propia; él lo sabe, lo reconoce así no lo acepte literalmente, porque habla sin reservas de sus “enemigos” que lo acusan inclusive de vivir en la opulencia, por eso me enseña el lugar donde vive: una pequeña cama en un cuarto común y corriente de segunda planta, nada ostensible, el computador y los libros donde se gesta Ulrika y el Festival de Poesía, y la estufa donde sobresale una vasija para preparar café, si acaso; y también habla sin reservas de su familia, con dolor, con orgullo, como un hombre que ama de verdad.

Precisamente una de las cosas que más expresa con nostalgia es la separación de su esposa y sus dos hijos: “Fue por mi alcoholismo”, dice. “Ni siquiera la poesía tuvo que ver”. Entonces uno encuentra una razón más del dolor en sus textos, de su ser y no ser en un desarraigo terrenal, total, de desprendimiento y de clamor, como el que se percibe en Ordenanza:

Viento
bárreme el corazón
que está de negro
que está enfermo
y rabioso y
delirando

Afuera basuritas
Hojas secas
afuera
afuera
ayer
o
aguja

Viento
bárreme el corazón
que como duele
que está sordo y
sombrío y
silencioso

Viento
aviva
la llama del hogar
sopla
sobre mi verbo de la mala
quítame allá esas pajas
y éstas
y éstas

–Soy poeta y alcohólico, endiabladamente alcohólico –repite una y otra vez como para dejar claro su paso por este mundo.
Y yo le creo.

http://www.laotrarevista.com/2009/08/aires-viciados-rafael-del-castillo/

lunes, 6 de diciembre de 2010

Entrega del Premio Bienal Nacional de Novela "José Eustasio Rivera"

Con orgullo, deseo contarles que la entrega de la XII Bienal Nacional de Novela José Eustasio Rivera, donde fue premiada mi obra El juego de Archer, tuvo lugar el pasado 1 de diciembre, en Neiva, con la participación de los escritores finalistas Hernán Estupiñán y Jairo Restrepo Galeano; el director de la Fundación Tierra de Promisión, Guillermo Plazas Alcid y sus demás miembros; y las autoridades departamentales y municipales. Quedo altamente agradecido con unos y otros, porque allí demostraron que la palabra tiene valor, que se respeta a los autores, y que hay un calor humano demasiado acogedor.


En estas direcciones pueden consultar más información. 

martes, 9 de noviembre de 2010

PREMIO HERRALDE DE NOVELA PARA UN COLOMBIANO

El escritor colombiano Antonio Ungar gana el distinguido Premio Herralde de Novela de la Editorial española Anagrama, por su obra Tres ataúdes blancos. Buena por Antonio. Uno de sus cuentos Hipotéticamente, fue publicado en uno de los blogs que administro.

Ver noticia: 

Leer cuento:

lunes, 8 de noviembre de 2010

Filadelfia: XV Encuentro de Escritores


 Un pueblo sin cultura, es un pueblo sin historia, sin memoria; eso bien se sabe. Como también se sabe que muchos de nuestros pueblos colombianos confunden folclor, parranda, con cultura. Grave error. Pero este no es el caso de Filadelfia (o de Riosucio), Caldas, cuyos habitantes conservan con lucidez el recuerdo de sus luchas independentistas, de sus ancestros al calor de un fogón de leña, de sus aleluyas retumbando entre los cerros y las laderas como las cascadas de agua que se observan en los puntos cardinales.

Después de cinco años vuelvo a su XV Encuentro de Escritores. La vía sigue sin pavimentar, casi que destruida por la inclemencia del invierno; pero la recompensa de sus gentes amables y de un buen café en el parque donde no falta el busto de Simón Bolívar, es más que gratificante.

Y allí también estaban, grandes como siempre los he considerado, amigos que hace rato no veía: Flóbert Zapata, Conrado Alzate y Juan Carlos Acevedo; y entre ellos, otros escritores que por primera vez conocí o que no recordaba bien, con su entusiasmo, su poesía, sus historias y sabiduría que no dudaron en compartir bajo el abrigo de un invierno que parecía hacer parte de la celebración literaria, del canto de un pueblo.

En los dos días de literatura, se desarrollaron diversas tareas que comprometieron colegios no solo urbanos sino rurales, algo que es imprescindible si se desea difundir el mensaje redentor de la palabra escrita; varios jóvenes se distinguieron por seguir con fidelidad una a una las actividades literarias, cuyo fervor despertó de manera general la alegría de pensar que algún día puedan ocupar nuestros lugares.

Filadelfia me enseñó una vez más el valor de la amistad de poetas como Flóbert Zapata, Conrado Alzate, Julián Chica y Juan Carlos Acevedo; las nuevas voces poéticas como la de la bella Diana Toro Ángel; la perseverancia de Ofelia Ramírez, quien a su edad sigue publicando con ese hondo amor que la lleva de un sitio a otro; y la grandeza de algunos seres humanos, de aquellos que hicieron posible este evento con un tesón envidiable pese a la indiferencia de algunas autoridades: estoy hablando de Misael Toro, un hombre de muchas virtudes, altruista, apasionado por su gestión cultural, cuya amabilidad y pujanza está permanentemente tras y delante del Encuentro de Escritores; aunque en esta oportunidad, también debo destacar la asidua labor de José Rubiel Ramírez, director de la Casa de la Cultura, pues su apoyo y presteza fue necesaria para llevar a feliz término cada actividad. Filadelfia, deseo reiterarlo, tiene en estos hombres, sobre todo en Misael Toro, dignos representantes de la gestión cultural, que espero no se quede en el olvido o en el recuerdo de unos pocos. Gracias a ellos, hombres como nosotros (me refiero a los que escribimos), podemos ir a lugares que las editoriales o los premios nunca permitirán. Filadelfia es uno de esos lugares, al recordar un rostro de mujer, en los que uno desearía vivir el resto de su vida. 

viernes, 29 de octubre de 2010

El juego de Archer

Sus crímenes, perfectos, se inspiran en aquellos que efectúan los asesinos en las novelas policiacas más relevantes de la literatura universal. Nunca pregunta, nunca cuestiona, nunca falla.   

¿Quién es el hombre que debe asesinar a uno de los escritores más influyentes del siglo XXI?

Descúbrelo el 1 de diciembre. 

Lanzamiento de El juego de Archer.

Novela que mereció el XII Premio de la Bienal Nacional José Eustasio Rivera, 2010.


Comparto con ustedes el primero de sus capítulos.

1

            La mayor aspiración de un homicida es lograr el crimen perfecto, donde el enigma de cómo y quién lo hizo sea más espectacular que la muerte misma de la víctima: un crimen que parezca discurrir de lo inconcebible, más allá de toda lógica; nada que señale a una mente normal cómo fue posible hacerlo, como si el criminal se hubiese evaporado con la vida de la víctima.
         Y ahora, sin grandes detectives en el mundo, con la extinción del planeta de los más talentosos dinosaurios  y, por ende, de sus métodos para desentrañar los más oscuros enigmas, es un pasatiempo lograrlo, por muy deleznable o vergonzoso que parezca decirlo.
         He de decir también, con la prevención de entender que nada es definitivo, que quise ser detective: parte o cuerpo de una casta que admiraba concluyendo magistralmente un caso, exponiendo con habilidad proverbial una a una las disgregadas piezas del rompecabezas sobre una pantalla cristalina. Pero por esos aún mayores enigmas de la vida —justicia y destino casi siempre van por lados opuestos, como si alguien que no conocemos nos trazara sin piedad y a capricho el camino—, me convertí en el asesino que soy: en el asesino que es contratado ocasionalmente por una organización que ni yo conozco.
         Con el tiempo terminé por aceptar tres cosas: Uno, que nadie en la vida es lo que ha deseado ser, sino que sigue rumbos tan incongruentes, tan mezquinos y dolorosos, que termina por creerlos propios como su genética. Dos, que todo buen asesino se mueve por el mundo del mismo modo que lo hace un buen detective, es decir, la eficacia del mecanismo que acciona la rueda es la misma, así se esté en polos opuestos. Y tres, que el camino al infierno está lleno de buenas intenciones.
          Me hago llamar “Archer”. Aunque mi nombre verdadero es Santiago Bustamante, nacido hace 30 años en un pequeño pueblo de montaña llamado Palestina, cuyo caserío de dos calles, azarosamente inclinado, está empotrado en una colina cafetera donde la belleza del paisaje es tan persistente que la retina de sus habitantes es demasiado pobre para verla.
         En el mundo del crimen sólo soy conocido por mi alias: mi rostro y mi nombre de pila son una sombra en la pantalla, pues es de este modo —a través de un sofisticado programa de computación— que se me asignan las misiones. Nunca he hecho un trato con nadie diferente a mi cliente de hace cinco años, ni siquiera por voluntad propia. Lo que él o su organización no me asigne a través de ese medio, no existe, no vale. Sombra o bruma es lo que soy en este oficio, pues lo primero que aprendí fue volverme invisible, mimetizarme, ser parte de todo y nada.
         Es así como llevo una doble vida: el asesino que ejecuta sin dobleces las órdenes de un cliente cuyo cuerpo y rostro también son una pantalla de computador, y el hombre que escribe para el diario capitalino El Nacional y una revista de farándula de gran tiraje y valioso prestigio.
         Entiendo que estas dos actividades podrían ser un supuesto desvarío mío, algo para torpedear lo que deseo narrar, por la naturaleza misma de ambas, casi como una contradicción, pues, mientras una tarea se deja regir por el pensamiento analítico, con fundamento en razones de índole artístico, la otra se fortalece en la mezquindad, en el dolor, en ambientes distendidos y abyectos.
         Por eso escribir hace más tolerable, más llevadera la realidad que me correspondió vivir en este país donde la segregación y desigualdad social, la intolerancia de un no muy reducido número de habitantes y el abuso del poder, llegan a límites insospechados.
Escribir me brinda un punto de equilibrio muy a favor de ambos oficios. Escribir —y leer—, es quizá lo que me salvó de caer aún más bajo después de la orfandad en que me vi sumido cuando daba el paso de la niñez a la adolescencia. No es que mi decisión de ser asesino sea una circunstancia de la que me arrepienta o, peor, que se convierta en el cilicio con el que mortifico cuerpo y alma cada vez que presiento el acoso de los demonios o de la carne, sino que la posibilidad de escribir —y leer—,  me permitió, como hoy, revitalizar mis ganas de vivir.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Aquiles derrotado de nuevo por la tortuga

Este cuento, de Clinton Ramírez C., ganó el PREMIO NACIONAL METROPOLITANO DE CUENTO, versión 2010, organizado por la Extención Cultural de la Universidad Metropolitana de Barranquilla. Fueron jurados los escritores Jesús Sáez de Ibarra, Vice-Rector de la Universidad, y los escritores y críticos Guillermo Tedio y Ariel Castillo.

Solo sabíamos que una recta, si quiere, puede ser curva o quebrada,
y que las estrellas errantes son niños que ignoran la aritmética.

Los ángeles  colegiales, Rafael Alberti.

La tortuga fue capturada en una playa cercana. La red camaronera en la que cayó pertenecía a la tripulación de El Nautilus, el buque científico americano que un mes atrás, sin avisar y sin mucho ruido, arribara a aguas colombianas para retomar sus estudios de las algas del litoral guajiro. 

Mientras la liberaban de la red, los lugareños que participaban de la faena advirtieron que difería de las apetecidas tortugas de la península. Era más grande, más ancha de caparazón, más pesada. El más alto de los tripulantes ordenó conducirla a la playa.  Quiso un examen más detallado. Al hacerla voltear, sobre el fondo del caparazón amarillo, reparó en los caracteres oscuros de la inscripción: Signos antiguos, desconocidos incluso para los compañeros de expedición, no para él, que aprendió griego en la adolescencia, leyendo a Homero, a Jenofantes de Colofón y cierta porción de la obra aristotélica, según explica en un reportaje muy citado por estos días. Pensó en una broma culta. Leyó de nuevo, los ojos apretados, pasando esta vez los dedos sobre la inscripción: Vencedora de Aquiles, ve por los mares. Solicitó al jefe de la expedición trasladar el animal a El Nautilus,  que zarpó al anochecer.  

Quiero situar en la inusitada lectura de la inscripción el origen de un hallazgo que revuelve todavía al mundo científico. Que el investigador, alto de hombros, de atléticas carnes rosadas y de recios cabellos dorados, supiera griego activa en el espíritu más realista el poder de la malicia. Hace pensar, sin lugar a pudores, en la indudable pequeñez humana frente a las maquinaciones del azar o el cinismo de un Dios gozoso. En esto pensé al conocer la noticia en la redacción del diario para el que aún creo trabajar. Un amigo, espeleólogo él, que visita cada dos años las costas marinas de este país, a mi comentario sobre las astucias que el azar se permite todavía, recordó que la suerte de tal concepto había que atribuirla a la pura negligencia humana. El fenómeno que motivaba la charla, sin embargo, en la terraza de un empedrado hotel de Taganga, al calor de unas coplas mojadas con whisky de contrabando, exigía dar más de una vuelta a la manzana escolar antes de descartar la incómoda palabreja.

—Nada de azar, Javier —anotó con la inconfundible tranquilidad de hombre blanco austral, paciencia que le ha ayudado durante más de un cuarto de siglo, desde que la dictadura de Pinochet lo obligó a ser un académico vagabundo en París, en Ciudad del Cabo, en Sevilla, en Tarento, en Nicosia, a dedicar un mes de sus vacaciones a estudiar in sito el comportamiento sexual de las almejas y las ostras de las cuevas que indaga. —Mírame a mí. Cualquiera dirá que la suerte me beneficia. Eso que por ignorancia se deja llamar azar sale al paso de los que buscan incluso sin saber bien  qué. Sucedió así, viejo. Que el biólogo americano resultara aficionado al griego nada significa. ¿Qué te sorprende? Tú mismo lees en latín a Horacio. La curiosidad científica hubiera obligado a cualquier otro biólogo, ignorante de la lengua de Homero y del huraño Zenón, a conservar la tortuga que apareció en la red. No le cuelgues más números a los años.

Ataqué su certeza académica. Sosteníamos una relajada amistad de diez años, luego de conocernos en un postgrado sobre semiótica de la comunicación, cuya lujosa nómina de profesores integrara. La ciencia, aduje, no difería de la literatura. El azar que él negaba solía citarlas con frecuencia a la misma mesa.  Atento al curso de mi improvisación, de mis argucias verbales, fijos en mis palabras sus ojillos chispeantes, sacudió varias veces la cabeza de escasos cabellos blancos. Aceptó que la ciencia, que desvalorizara mitos de siglos, tenía que responder  por la institucionalización de ciertos respetables fantasmas que evitó especificar. La astronomía y la biología, de las cuales frecuentaba algunas parcelas, requerían de imaginaciones alertas. Luego de una alusión a la forma de herradura de la bahía, cuya rizada vista disfrutábamos, de comentarios sobre la composición de las montañas vecinas, la conversación derivó hacia la copla, el bolero, la cumbia, el porro —género este último del que conocía una buena cantidad de letras—, temas menos difíciles, más unificadores. 

—El azar no va más, Antonio —admití al pasarle un whisky seco—,  pero acepta que ha favorecido con diligencia esta amistad, de muchos escritos y un encuentro de una semana cada dos años.

Sonrió para expresar su conformidad con el punto. Los oficios distintos, las edades, el ser de países diferentes no permitían más. Volvió al tema inicial con una broma típica de su esmerada inteligencia social. Quizá la amistad, anotó,  haya operado igual en tiempos de Zenón o Aristóteles. Desenvolvió anécdotas relacionadas con la muerte del primero, a quien estudió un poco en la universidad, al margen de una frustrada pasión teatral. Aprovechó la silenciosa aparición del mesero para colocar un compacto de Víctor Jara, con quien se había conocido en el Santiago pre-revolucionario  de Allende. Una amistad similar, recordé, mientras seguía sus movimientos frente al equipo de sonido, lo había unido a Carlos Cano y Paco Ibáñez en la España posfranquista de un exilio ventajoso —adjetivación suya— que le abrió todas las puertas que tocara. Alguna conocida melodía salió del equipo, empotrado en el nicho de una pared lateral que protegía el aparato de la brisa de la bahía.

Todavía en el aeropuerto de Barranquilla, donde una semana después tomó un avión con destino a San Andrés, me despidió con una palmada conciliatoria, en una clara invitación a que siguiera con mi asunto, sin renunciar a mi mirada de periodista.

—Un escritor, mi amigo, está obligado a pensar bien. Es la imaginación que encuentro en la buena escritura, incluso en la periodística.

A meses del incidente, del insólito hallazgo, la prensa científica, más reposada aunque no menos audaz que la comercial, admite que la exótica pieza capturada en una ensenada de la Alta Guajira colombiana pertenece a una conocida especie mediterránea. Una larga explicación técnica, escrita en un inglés  de acantilado que sigo a saltos, ratifica la edad de la tortuga, 2.582 años, una cifra impensable que mantiene en alza mi rechazo, por más que Antonio, con quien he tenido un productivo intercambio de mensajes electrónicos dos noches atrás, me haya machacado la increíble longevidad de cierta especie de tiburones, de los bíblicos cipreses de la vieja Castilla y las mismas bongas caribeñas de este país.

—Mira que en la sola Castilla hay tres cipreses de más de quinientos años. Ustedes, en Santa Marta, conservan una bonga que, para cuando Bolívar murió en San Pedro Alejandrin,o ya tenía un centenar de años. Sí: el universo es fantástico. El hecho de que exista es ya un milagro que nunca la ciencia terminará de explicar. 

Es optimista sobre las probabilidades de vida de la tortuga en medio artificial. “Es una sobreviviente, para no decir que es una inmortal”. No cree que las imágenes de la televisión internacional correspondan a una tortuga sustituta, puesta en la calidez azul de un estanque para cubrir el horror de un sacrificio a nombre de la ciencia. No ignora, en cambio, que la piedra de la ciencia —son sus palabras— a ratos exija los sacrificios que mi superstición imagina. 

En mi apreciación, la comprobación científica de la edad de la tortuga exacerba en lugar de reprimir el escándalo de su descubrimiento casual, ratifica su condición de hecho extraordinario a ojos del espíritu de la calle, por más que los análisis, verificados una y otra vez, realizados a cientos de miles de kilómetros de este antiguo mar de perlas donde fuera capturada, confirmen el origen del animal y  la autenticidad de la leyenda escrita bajo su panza. 

Me he cuidado, sin embargo, de transmitirle otras impresiones que la existencia de tan extraordinario animal suscita a una mente arisca como la mía. Susceptible de considerar a la tortuga un habilidoso montaje científico, pero darme a pensar durante horas —muy cómodo en un chinchorro—  en la soledad marina que cabe en todos los años que dicen tiene la tortuga, en los peligros que habrá sorteado, en los envidiables registros que su memoria guardará, incluso de sus años de vida terrestre anteriores a la fecha en que venciera a Aquiles, si le damos una pizca de crédito a la pedante fábula que informa su nacarada barriga.   

Releo la página de la revista científica que Antonio me hiciera llegar desde una cabaña de los Everglades en la Florida, en donde estudia el ritmo cardiaco de los caimanes recién nacidos. Memorizo los datos. Evidencias puras, me temo, que  les imprimirán más legitimidad a las posturas de quienes quieran ver en la tortuga arrancada a estas aguas a la protagonista de la conservada paradoja en la que Aquiles, el invencible corredor, es vencido siempre. Será fácil imaginar, una vez aceptada la realidad del filosófico enfrentamiento, que el malogrado Zenón no solo haya concebido la aporía sino que haya enfrentado a la tortuga y Aquiles en algún insólito paraje —una playa jónica— para deleite solitario.

Me revuelvo inquieto, temeroso de los alcances de la imaginación, capaz de transformar una ocurrencia en una obsesión que luego tendrá que ser, sí o sí,  un relato o un poema.

Vuelvo a la revista para aceptar con la prensa especializada que la tortuga permanece en custodia en el estanque de un instituto de investigaciones oceanográficas del sur de California, aunque mis instintos y mis experiencias periodísticas me obligan a tomar con recelos las imágenes que tengo frente a mí.

Recuerdo que la televisión internacional, que tengo ocasión de seguir en el cable de la cabaña que ocupo en el Cabo de la Vela, ha dejado circular hace días unas escasas imágenes de la tortuga, el estanque, el buque y la afortunada tripulación que vino a inventariar algas y se tropezó con la pesca milagrosa de un animal de dos mil quinientos años de existencia. Una nota lateral da cuenta de la iniciativa del gobierno griego de extraditar al espécimen retenido en un estanque de experimentos.

Alega Grecia tener una paternidad histórico-filosófica sobre la tortuga. Cita en favor suyo hechos pocos conocidos en Occidente sobre la vida de Zenón y las tortugas. Algún alegato similar sé que prepara el gobierno italiano, según nota de la RAI originada desde el balneario de una rocosa costa napolitana. Molesta, aunque a nadie debe sorprender, el silencio que sale de los rojos pasillos del gobierno colombiano, cuyas autoridades supieron del valor científico e histórico de la tortuga capturada en la orilla de uno de sus mares, cuando el animalito viajaba dentro de un estanque protegido en un buque científico americano con la proa mirando hacia Panamá, puerto de donde fue transferida a un avión que la  trasportó a California, aunque varios medios hablen que el trayecto final fue realizado en una nave especialmente equipada que esperó al otro lado del istmo.   

Intento encontrar, al organizar los hechos, un dato revelador, un nuevo empuje del azar que le diga algo a la gente de a pie que lee mis graneados artículos de prensa. En la soledad de mi butaca, frente al cambiante mar donde fuera atrapada Nereida —el nombre dado a la tortuga—, pienso que el mundo ha podido ahorrarse este revuelo —el mundo científico, diplomático, por supuesto— si en vez de aparecer en las redes de unos científicos de algas hubiera caído bajo el arpón hechizo de algún pescador del área. El caparazón de Nereida serviría a esta hora de batea en una ranchería. Imagino que hace mucho que su carne guisada en leche de coco hubiese saciado el ardor de hombres a los que no se les hubiese pasado por sus mentes rudas la posible antigüedad de la aparición. Un caprichoso movimiento de las mareas que a nadie interesa determinó otra ruta para Nereida, al lanzarla sobre la playa inhóspita de un país cuyos ruidos diarios priva a sus habitantes de establecer una articulación más fluida con el mundo que empieza o termina en sus orillas y puertos.

Avanzo hacia el borde de la playa al encuentro con el día que huye detrás de la línea del mar. Soy consciente de la inutilidad de mi propósito de dar sentido al guiño —y qué guiño— de una realidad que juega con cartas y dados trucados. Hará más de una hora que el sol abandonó las aguas cargadas de algas y aguamalas de un mar al que nada le sorprende. Una actitud natural que los hombres y las  mujeres de estos litorales saben llevar al margen o en medio de los azares y ruidos de la vida que con frecuencia malgastan en los lances del contrabando y el negocio de drogas. Quiero imaginar a Nereida avanzando hacia mí, emergiendo de las últimas espumas del día, al soplo de las primeras brisas que propicias borran de la noche la costa. Le sonrío a mi buena estrella, nítida en el costado de un cielo que las ofrece a manos llenas a los inusuales amantes que coinciden en la aridez de esta península. La muchacha me regala una sonrisa oscura cuya malicia aprendo a conocer, antesala de una entrega maratónica, sin tregua,  mordida, de olores inconfundibles que me harán olvidar por unas horas, como todas las noches,  el motivo que me trajo a este punto, el más norteño del país. Esta vez soy yo quien estira un brazo a su húmedo encuentro. Arriba firme, decidida, sin esconder el tamaño de los senos —34 b al aire puro—  ni escamotear el grueso olor a coco de sus cabellos indios. Muy pronto, bien acomodada en mis brazos, su lengua arenosa, cuyos signos apenas entiendo, se empinará para dar con la mía, esquiva y calculadora.
 
Barranquilla, Noviembre 18 de 2009.

Clinton Ramírez C.
Clinal14@hotmail.com

jueves, 7 de octubre de 2010

El mundo celebra el nuevo Premio Nobel de Literatura

El premio Nobel de Literatura 2010 vuelve a Latinoamérica. Esta vez es el peruano Mario Vargas Llosa, quien obtiene el galardón de las letras del mundo más honroso. Una emotiva felicitación al maestro de La ciudad y los perros, La casa verde, La tía Julia y el escribidor, entre otras obras que hablan de una américa marcada por la política y la barbarie de sus dictadores. Gana, sobre todo, la lengua española.

http://www.eltiempo.com/entretenimiento/libros/hace-muchos-anos-que-no-pensaba-en-el-premio-nobel-vargas-llosa_8093380-4

jueves, 23 de septiembre de 2010

A propósito de una nota periodística sobre el reciente premio nacional de novela

A continuación transcribo una nota aparecida en uno de los medios de comunicación donde se ha dado a conocer la noticia del premio de la XII Bienal Nacional de Novela José Eustasio Rivera.

Por Juan Manuel Muñoz Cifuentes
La Nación, Neiva

Adrián Pino, escritor de fina pluma.

La enigmática historia de un asesino llamado Archer contada a través del periodista Santiago Bustamante, fue el argumento con el que se desarrolló ‘El juego de Archer’, la novela que ganó el primer puesto de la XII Bienal Nacional de Novela ‘José Eustasio Rivera’.

La obra escrita por el caldense Adrián Pino Varón, logró el favor del jurado calificador debido a su estructura narrativa, argumento ingenioso, verosimilitud y estilo.

“Archer es un asesino a quien se le da una misión muy específica que trastoca su vida y su modo de ver el mundo”, manifestó el ganador.

La prodigiosa pluma de Adrián Pino empezó a escribir la historia ganadora de la Bienal hace un par de años. El punto final lo puso a comienzos de 2010.

“Fue una grata experiencia creadora, a raíz de que me sumí unos seis meses de lleno en la historia. El resto de tiempo lo invertí en reescribir aquí y allá”, comentó el autor.

Pese a que Pino Varón no escribió su novela exclusivamente para participar en la Bienal, fue para él la oportunidad perfecta para seguir posicionando su nombre en el mundo literario nacional.

“Cuando uno no es un escritor que publica con las grandes editoriales, debe buscar esta clase de eventos para que su nombre sea conocido. El juego de Archer es una historia que escribí para ver publicada algún día, no específicamente para participar en la Bienal. Lo que no quiere decir que no esté eufórico por el premio”, agregó.

Orgulloso ganador

Para Adrián el haber obtenido el máximo premio es motivo de orgullo debido al reconocimiento que tiene la Bienal Nacional de Novela entre los concursos literarios del país.

“No es sólo su posicionamiento, esta vez llamó la atención el monto del premio. Una muy buena retribución a la labor de un artista. Ojalá y eventos como el de la Bienal se establezcan con más fuerza en otras regiones”.

El escritor aplaudió el proyecto de internacionalizar la Bienal de Novela. Manifestó que sería un orgullo para todos los escritores colombianos y de relevancia para la actividad literaria nacional que no solamente las grandes editoriales sean las que promuevan premios de tal envergadura. “Los escritores del mundo, creo que estarían más ansiosos de obtener un premio como la Bienal”.

Admirador de Rivera

El joven caldense se confesó gran admirador de la obra de Jose Eustasio Rivera. Manifestó que el ilustre escritor huilense es un ícono de la literatura americana. Dijo que ‘La vorágine’, así como ‘María’, de Jorge Isaacs, y ‘De sobremesa’, de José Asunción Silva, son novelas que todo colombiano debe tener en su biblioteca, no sólo por la importancia y calidad literaria, sino por lo que significaron en su época y lo que siguen significando para las letras del mundo.

“Su obra es imprescindible para la memoria del hombre, del colombiano. ‘La vorágine’ nos mostró otro modo de hacer novela, una ruptura al costumbrismo, al romanticismo, al clasismo de la época, llevándonos de la mano por nuestras selvas en un viaje bello y acogedor. Tampoco se puede olvidar su libro de sonetos ‘Tierra de promisión’”.

Escritor premiado

Adrián Pino, quien se declara apasionado por la lectura y la belleza de la mujer, realizó estudios de Literatura y Gestión Ambiental. Además ha publicado los libros de poesía ‘Diario de estudiante’ (1994), ‘Páginas habitadas’ (2000) y ‘Palabras innecesarias’ (2002). Su trabajo literario también hace parte de algunas antologías, dentro y fuera del país. Le ha valido reconocimientos como el segundo puesto del XXVI Premio Nacional de Novela Ciudad Pereira, 2009; primer puesto Premios Literarios de Caldas, modalidad Poesía, 2002, y el primer puesto de los Premios Departamentales, modalidad Poesía, del Ministerio de Cultura en 1998.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Premio Nacional de Novela José Eustasio Rivera 2010





Amigos míos:


Este día quiero comunicarles que la Fundación Tierra de Promisión, que dirige el doctor Guillermo Plazas Alcid y que convoca desde hace más de dos décadas la Bienal Nacional de Novela José Eustasio Rivera, acaba de dar a conocer el fallo sobre la obra ganadora de la XII versión año 2010. En este caso, el jurado le otorgó el primer lugar a mi novela El Juego de Archer.


Más adelante estaré compartiendo con ustedes sobre los generales del concurso, el concepto del jurado y la historia que encierra la novela en sí.


Gracias a aquellos que me han acompañado y soportado desde el día que decidí arrojarme a una página en blanco.


Para conocer más sobre la noticia, consulten aquí:


www.lanacion.com.co/2010/09/10/adrian-pino-escritor-de-fina-pluma


www.diariodelhuila.com/noticia/4461


www.diariodelhuila.com/noticia/4473


www.lanacion.com.co/2010/09/04/pereirano-gano-la-bienal-de-novela

lunes, 23 de agosto de 2010

El libro: cielo de unos pocos

Deseo compartir con ustedes el artículo que acaba de salir en la revista Arcadia, titulado ¿Quién da más?, donde suenan y truenan las apuestas editoriales y el difícil arte de lograr una honrosa publicación para los noveles escritores. Después de leído el artículo de Lina Vargas, saquen ustedes sus propias conclusiones.

¿Quién da más?

El altísimo anticipo pagado por los derechos del libro de Íngrid Betancourt debe tener en ascuas a sus editores, tras el odio despertado por su demanda; pero nada está escrito en el arriesgado negocio de los libros. La ruleta apenas está girando.


Por: Lina Vargas

Con un escape en medio de la selva. Así comienza No hay silencio que no termine, el nuevo libro de Íngrid Betancourt publicado por Aguilar, que se lanzará en simultánea para América Latina el próximo septiembre. Desde ya se rumora que sus casi 700 páginas son cautivantes y que, más que en las grandes revelaciones, el gancho está en la fuerza de la narración. Se sabe también que Íngrid lo escribió en francés —la traducción es impecable— y que recibió, según varios medios de comunicación, casi siete millones de dólares por los derechos para diez idiomas. Sin lugar a dudas, presagio de un abrumador éxito editorial. ¿O no?

Todo iba bien hasta la mañana del pasado 30 de junio, cuando Íngrid demandó al Estado colombiano por los daños causados durante su secuestro y pidió una indemnización de 15.000 millones de pesos. La respuesta fue devastadora. Las páginas de los principales medios se llenaron de comentarios que criticaban “el descaro” de la demanda y se crearon grupos de Facebook con nombres tipo: “Ni un solo peso para Íngrid Betancourt”. Ella se arrepintió, pero era demasiado tarde. La indignación ya había estallado. La Librería Nacional redujo el pedido inicial de 15.000 libros a menos de la mitad, al igual que Panamericana, que ordenó un recorte drástico. La primera incluso lanzó una encuesta en la que el 95% de los votantes dijo que no compraría el libro.

En Santillana, la editorial que compró los derechos para España y América Latina, reina la incertidumbre. Para Rodrigo de la Ossa, editor de Alfaguara, No hay silencio que no termine es quizás el mejor libro escrito por un ex secuestrado. “Por otro lado, existe una percepción negativa y no sabemos cuál será su impacto. Tenemos un 50% de la ecuación. El otro 50 no ha entrado en juego”, comenta De la Ossa.
En términos generales, los testimonios de ex secuestrados han dado buenos resultados: Mi fuga hacia la libertad, de John Frank Pinchao, vendió 32.000 libros en un año, Siete años secuestrado por las Farc, de Luis Eladio Pérez, 20.000 en los cuatro primeros meses, y Cautiva, de Clara Rojas, 32.000 en ocho meses.

Aun así, es difícil saber si el libro de Íngrid conseguirá el éxito que hasta hace unas semanas se esperaba. Y no solo por el escándalo de la demanda, sino por el intrincado funcionamiento del mundo editorial, en donde un escritor como el estadounidense John Kennedy Toole nunca vio publicada su extraordinaria novela La conjura de los necios, mientras que Dan Brown gana millones desentrañando aparatosos misterios medievales.

La ruleta editorial

A mediados de octubre, se realiza la Feria del Libro de Francfort, algo así como un Woodstock para el mercado de las letras. Cada año llegan alrededor de 300.000 personas y la situación tiende a parecerse a un día agitado en la bolsa de valores. Se necesita ser un zorro de la edición para estar allí. Hay pujas por escritores, contratos ultra secretos, mucho dinero de por medio y, por supuesto, colosales metidas de pata. Los agentes literarios promocionan a sus autores como si fueran el próximo Shakespeare, las editoriales pagan sumas millonarias y todos ruegan para que las ventas no decepcionen. ¡Que no lo pongan en la lista de los peor vendidos! ¡Que no sea un fiasco!

En la Feria de Francfort es común hablar sobre anticipos. Se trata del adelanto que las editoriales pagan a los escritores por los derechos de su obra. Los anticipos se calculan a partir del número de ejemplares vendidos y del porcentaje que obtiene el autor sobre el precio de venta de cada uno (que suele ser del 8% al 10%). Funciona así: si un libro cuesta 30.000 pesos, el autor recibe 3.000 pesos por cada libro vendido. La venta de 5.000 copias le daría 15 millones. Supongamos que la editorial calcula que el libro venderá como mínimo 5.000 copias. El anticipo será de 15 millones.

Un anticipo es una apuesta en la que la editorial arriesga su capital y su prestigio. Por supuesto, hay todo tipo de anécdotas. Desde cifras astronómicas por las biografías de personajes famosos hasta fracasos descomunales. Algunas son legendarias.

En junio de 2003, la cadena de librerías Barnes & Noble vendió 200.000 copias en 24 horas de Living History, las memorias de Hillary Clinton editadas por Simon & Shuster, por las que Hillary recibió un anticipo de ocho millones de dólares. Con solo unos meses de diferencia, el boom Clinton continuó cuando la editorial Knopf vendió en un día 400.000 copias de My Life, la biografía de Bill Clinton. El anticipo de diez millones de dólares por My Life ha sido el más costoso de la historia, seguido de las memorias de Juan Pablo II por las que se pagaron 8,5 millones.

También ha habido casos en los que el dinero invetido se pierde. En los años 60 Random House ofreció cerca de 250.000 dólares a Truman Capote por su libro Plegarias atendidas. No quedaron más que capítulos sueltos de la que se pensó sería la gran novela norteamericana. Capote murió antes de haberla acabado.

Y hay negocios que se vuelven aire. En 2003, Woody Allen anunció que escribiría sus memorias si le pagaban una “cantidad suficiente” que compensara un año y medio sin hacer películas. Hubo temor entre los ofertantes, que aún recordaban las altas sumas por una biografía de Bob Dylan que nunca vio la luz. Pero todos creyeron que los detalles íntimos de la neurótica vida de Allen, especialmente aquellos sobre su relación con su casi hijastra Soon-Yi, serían una apuesta segura. El libro no estaba escrito y aunque circuló la cifra de cinco millones de dólares por los derechos para varios países, el New York Post aseguró que Allen pedía 10 millones. Marilyn Ducksworth, vicepresidenta de la editorial Penguin Putnam, anunció que había llegado a un trato por 2,9 millones sólo por los derechos para Estados Unidos. A Allen la cifra de la sumatoria de los anticipos no lo convenció. El libro nunca se escribió.

Negocios arriesgados

La industria editorial española mueve anualmente 3.700 millones de dólares. El ranking lo encabezan Isabel Allende y Gabriel García Márquez. Por Hija de la fortuna, Plaza y Janés le pagó a Allende 1.300.000 dólares y por Vivir para contarla, Planeta le dio a García Márquez alrededor de un millón de dólares. En la lista les siguen escritores como Arturo Pérez-Reverte, con anticipos de 600.000 dólares y otros que reciben en promedio 180.000, como Juan José Millás, Manuel Vázquez Montalbán y Juan Marsé. Un caso aparte es el best-seller Carlos Ruiz Zafón, quien obtuvo casi cuatro millones de dólares por su novela El juego del ángel. (Al comienzo de su carrera, cuando era un escritor desconocido, Zafón recibió poco más de 4.000 dólares por La sombra del viento).

Editoriales independientes como Destino, Pre-Textos y la misma Anagrama no han entrado de lleno en la competencia millonaria por conseguir autores y continúan pagando entre 1.000 y 5.000 dólares. “En el caso de Anagrama —comenta su editor Jorge Herralde— aparte de la excelente labor del equipo editorial, un escritor se queda por la certeza de que su libro tendrá el mejor tratamiento en la promoción”.

En Colombia, el promedio de los anticipos es de cinco a diez millones de pesos. Solo un grupo muy reducido de escritores pasa de los 15 millones. Treinta es una extravagancia. A García Márquez le siguen Laura Restrepo, quien en 2009 recibió 700.000 dólares por su novela Demasiados héroes y Héctor Abad Faciolince que cuando se pasó de Alfaguara a Planeta firmó un contrato para escribir tres novelas —entre esas El olvido que seremos— con un anticipo de 30.000 dólares por cada una.

De allí la escala baja a los 50.000 dólares con autores como Fernando Vallejo y Jorge Franco. Continúan William Ospina, Mario Mendoza y Piedad Bonnett. Luego, el ranking cae de manera abrupta de tres a un millón de pesos y termina con un amplio grupo de jóvenes autores que difícilmente reciben algo por sus libros.

También en Colombia hay historias memorables. En septiembre de 2007, Virginia Vallejo publicó Amando a Pablo, odiando a Escobar, un libro de ocasión que prometía contar infidencias de su relación con Escobar y revelar datos sobre los vínculos del narcotraficante con la clase política. Los 20.000 ejemplares vendidos no alcanzaron a cubrir el anticipo de 30.000 dólares. Fue un fiasco. Lo contrario ocurrió con Rosario Tijeras, de Jorge Franco, que no recibió anticipo, sino una beca del Ministerio de Cultura por 10 millones de pesos. Plaza y Janés publicó la novela y la incluyó entre sus lanzamientos de la Feria del Libro de 1999. El éxito llegó pronto. Entonces Norma la compró y, años después, Franco recibió casi 70.000 dólares por Paraíso Travel.

Si en España, se estima que solo el 10% de los libros publicados alcanza a cubrir el anticipo, en Colombia el porcentaje podría ser menor, sobre todo, si se tiene en cuenta que en un mes llegan cerca de 600 novedades a las librerías. Hay quienes afirman que el único escritor colombiano cuyas ventas sobrepasan los anticipos es Jorge Franco —que acaba de lanzar Santa suerte—, gracias a su incursión en el cine y la televisión. Al fin y al cabo, mientras el promedio de los anticipos editoriales en ningún caso supera los 15 millones, en televisión se pagan alrededor de 60 millones por la adaptación de un libro.

A eso se suman las ínfimas cifras de lectura en Colombia, en donde la venta de 5.000 libros es un éxito. El promedio continúa siendo de 2.500 para autores literarios (si es un Walter Riso las cifras se alegran mucho más), así que el fenómeno de Stieg Larsson, que logró 30.000 ejemplares con Los hombres que no amaban a las mujeres, se considera excepcional.
El mundo editorial es desconcertante. No hay fórmulas. Lo que hoy es un best-seller, mañana puede ser un gran fiasco, tal como sucedió con Ángeles y demonios, de Dan Brown que no logró las ventas esperadas. Y hay ejemplos como el de Las cenizas de Ángela, por cuyos derechos en español Norma pagó 4.000 dólares y es una novela que aún vende. Por eso el éxito o el fracaso del libro de Íngrid es un misterio. Los elementos en su contra son claros: una imagen favorable de apenas el 13% y un bajón de 34 a 20 puntos en el rating de Operación Jaque, la miniserie —la novela de mayor sintonía en Colombia tiene 42 puntos. A su favor, las buenas críticas de quienes han leído el libro. Hagan sus apuestas.

Artículo tomado de la revista Arcadia.com.
Puede ser leído en www.arcadia.com

jueves, 5 de agosto de 2010

Cerrando círculos...

Una mano que surge de alguien cuyo rostro no distingo al instante, brumoso por la distancia que nos separa, me revuelca el cabello como si estuviera frotando una pieza de metal. Esa mano es la de un hombre que mi madre llama Osiel: el hombre que se supone me engendró. Desde donde estoy —no acierto a precisar si sobre su cabeza, a un lado suyo o debajo de él—, veo su trabajo como mesero en un restaurante de mediana categoría, trayendo sopas o bebidas, llevando platos, limpiando mesas, sonriendo a los clientes como si su vida fuera un paraíso eterno e inmodificable. Está tan metido en su cuento, en su historia personal, que no percibe mi presencia, si es que, acaso, pueda llamarse presencia a algo que para él no existe. Y la razón es sencilla: él se niega a ser mi padre; él no acepta que yo sea su hijo; él no cree lo que le ha dicho mi madre sobre su responsabilidad paternal.

Desde aquí parece alto, delgado, trigueño, con una visible calvicie. Sus zapatos son grandes como sus manos. Pero ni sus zapatos ni sus manos logran quitarme la desazón de crecer sin su amparo, sin la comunión de ese cordón umbilical, sin su sombra o gesto indicando el porvenir. No lo odio por la decisión tomada o por la duda que abriga. Pero debió intentarlo, mandarme mensajes aunque estos sólo fueran mentales. Debe ser alguien minimalista, o quizá un temeroso muchacho que ante lo que se presenta sólo atina a huir. Los seres humanos nos caracterizamos por correr cuando la adversidad se asoma en la esquina. Y él debió calcar este síntoma como ninguno.

También es posible que mi madre, al callar, pretendió ocultar un pasado más tormentoso. Pero, ¿y de dónde diablos sacó el apellido? ¿Por qué, simplemente, no hizo como otras madres solteras y me puso los suyos? ¿En algún instante tuvo miedo de mis reproches? Son muchas las preguntas que se quedaron por responder…

Veo a mi madre restregando pisos en una casa de familia donde trabaja por días. En el gesto de su frente hay una huella como de angustia, como de abandono, como de daño por un mal amor, por un hijo que franqueó sus esperanzas. Y por eso es ruda conmigo en esos primeros años. El afecto que me llega desde su corazón es un escarceo apenas perceptible. Su vehemencia de vivir ha pasado a ser exhausta. Mira la vida como si esta pasara por un lado suyo, sin fecha ni identificación. Hastío o estorbo son las sensaciones que, presumo por la forma en que respira cuando me dice algo bueno o malo, despierto dentro de ella. No puedo decir que mi cuerpo ha medido la fuerza de su abrazo. No puedo decir que reconozco su aliento a través de una venda.

Mi madre, así lo creo, debió darme más. Yo no sólo tenía derecho a la vida, sino a vivir esa vida con ella. Pero se congeló con mi nacimiento. Fueron muy pocas las ocasiones en que logró salir de ese duro cascarón. Parecía llevar un odio tan furibundo, que como una lanza de plata le atravesaba el pecho. Sólo Andrea era el equilibrio entre los dos. Y esta no es mi declaración de revancha. Es como me llegan las imágenes, en desorden, yuxtapuestas. Es como me veo ante ese entorno, ante el triangulo que forman los tres, y yo de por medio, estirándome, tratando de ser un poco mejor. Si de la desesperación nace la devoción, como dice un escritor nuestro, también nace el rencor más severo. Y en ello también hay devoción hacia lo perverso.

La imagen es recurrente: el reproche a mi madre obedece a que debió protegerme más. No sólo en esos momentos de regocijo, cuando su alma se tranquilizaba, sino cuando la crisis, cuando la adversidad asomaba su cabeza de ratón. Por eso mi corazón de niño sufre en la medida que su indiferencia arrecia. Por eso, cuando ella muere, mi dolor se incrementa, como el redoblar de unos tambores que no precisamos su origen, ni si es un canto de vida o una advertencia de muerte.

A esta hora no sé quién debería pagar: un padre que nunca fue padre; una madre que no supo ser madre; una hermana que dejó de serlo por amor a un extraño. Todos ellos, en algún momento de su vida, fueron mis verdugos; consciente o inconscientemente. Unos verdugos que han dolido como un parto. Porque es difícil entender que tu familia te trata como si no fueras un pedazo de ella.

Veo tres imágenes más: Mi madre muerta no puede remediar nada; no hay modo de defenderse y no la quiero incriminar más. Andrea da el salto que la hace redimirse con ella misma, que la trae de vuelta con la misma intensidad que se fue un día cualquiera. Y mi padre —no sé si sea mi padre, no sé si pueda llamársele así—, es posible que haya caído por mi mano del mismo modo que el mito de Edipo cuenta la más famosa de las tragedias griegas.


Capítulo de la novela El juego de Archer, próxima a ser publicada.