viernes, 29 de octubre de 2010

El juego de Archer

Sus crímenes, perfectos, se inspiran en aquellos que efectúan los asesinos en las novelas policiacas más relevantes de la literatura universal. Nunca pregunta, nunca cuestiona, nunca falla.   

¿Quién es el hombre que debe asesinar a uno de los escritores más influyentes del siglo XXI?

Descúbrelo el 1 de diciembre. 

Lanzamiento de El juego de Archer.

Novela que mereció el XII Premio de la Bienal Nacional José Eustasio Rivera, 2010.


Comparto con ustedes el primero de sus capítulos.

1

            La mayor aspiración de un homicida es lograr el crimen perfecto, donde el enigma de cómo y quién lo hizo sea más espectacular que la muerte misma de la víctima: un crimen que parezca discurrir de lo inconcebible, más allá de toda lógica; nada que señale a una mente normal cómo fue posible hacerlo, como si el criminal se hubiese evaporado con la vida de la víctima.
         Y ahora, sin grandes detectives en el mundo, con la extinción del planeta de los más talentosos dinosaurios  y, por ende, de sus métodos para desentrañar los más oscuros enigmas, es un pasatiempo lograrlo, por muy deleznable o vergonzoso que parezca decirlo.
         He de decir también, con la prevención de entender que nada es definitivo, que quise ser detective: parte o cuerpo de una casta que admiraba concluyendo magistralmente un caso, exponiendo con habilidad proverbial una a una las disgregadas piezas del rompecabezas sobre una pantalla cristalina. Pero por esos aún mayores enigmas de la vida —justicia y destino casi siempre van por lados opuestos, como si alguien que no conocemos nos trazara sin piedad y a capricho el camino—, me convertí en el asesino que soy: en el asesino que es contratado ocasionalmente por una organización que ni yo conozco.
         Con el tiempo terminé por aceptar tres cosas: Uno, que nadie en la vida es lo que ha deseado ser, sino que sigue rumbos tan incongruentes, tan mezquinos y dolorosos, que termina por creerlos propios como su genética. Dos, que todo buen asesino se mueve por el mundo del mismo modo que lo hace un buen detective, es decir, la eficacia del mecanismo que acciona la rueda es la misma, así se esté en polos opuestos. Y tres, que el camino al infierno está lleno de buenas intenciones.
          Me hago llamar “Archer”. Aunque mi nombre verdadero es Santiago Bustamante, nacido hace 30 años en un pequeño pueblo de montaña llamado Palestina, cuyo caserío de dos calles, azarosamente inclinado, está empotrado en una colina cafetera donde la belleza del paisaje es tan persistente que la retina de sus habitantes es demasiado pobre para verla.
         En el mundo del crimen sólo soy conocido por mi alias: mi rostro y mi nombre de pila son una sombra en la pantalla, pues es de este modo —a través de un sofisticado programa de computación— que se me asignan las misiones. Nunca he hecho un trato con nadie diferente a mi cliente de hace cinco años, ni siquiera por voluntad propia. Lo que él o su organización no me asigne a través de ese medio, no existe, no vale. Sombra o bruma es lo que soy en este oficio, pues lo primero que aprendí fue volverme invisible, mimetizarme, ser parte de todo y nada.
         Es así como llevo una doble vida: el asesino que ejecuta sin dobleces las órdenes de un cliente cuyo cuerpo y rostro también son una pantalla de computador, y el hombre que escribe para el diario capitalino El Nacional y una revista de farándula de gran tiraje y valioso prestigio.
         Entiendo que estas dos actividades podrían ser un supuesto desvarío mío, algo para torpedear lo que deseo narrar, por la naturaleza misma de ambas, casi como una contradicción, pues, mientras una tarea se deja regir por el pensamiento analítico, con fundamento en razones de índole artístico, la otra se fortalece en la mezquindad, en el dolor, en ambientes distendidos y abyectos.
         Por eso escribir hace más tolerable, más llevadera la realidad que me correspondió vivir en este país donde la segregación y desigualdad social, la intolerancia de un no muy reducido número de habitantes y el abuso del poder, llegan a límites insospechados.
Escribir me brinda un punto de equilibrio muy a favor de ambos oficios. Escribir —y leer—, es quizá lo que me salvó de caer aún más bajo después de la orfandad en que me vi sumido cuando daba el paso de la niñez a la adolescencia. No es que mi decisión de ser asesino sea una circunstancia de la que me arrepienta o, peor, que se convierta en el cilicio con el que mortifico cuerpo y alma cada vez que presiento el acoso de los demonios o de la carne, sino que la posibilidad de escribir —y leer—,  me permitió, como hoy, revitalizar mis ganas de vivir.

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