miércoles, 23 de diciembre de 2009

PREMIOS DE LITERATURA CIUDAD PEREIRA 2009

El día 21 de diciembre, en la Biblioteca Pública de la Ciudad de Pereira, se llevó a cabo la entrega de los Premios Nacionales de Novela Ciudad Pereira, y de Escritores pereiranos en la modalidad de cuento infantil, 2009.

El jurado compuesto por Luz Mary Giraldo, Cristo Rafael Figueroa y Carlos Orlando Pardo, otorgaron el primer premio del XXVI Concurso Nacional de Novela Ciudad de Pereira a la novela No tengo un peso y me llamo Silva, del reconocido escritor FERNANDO AYALA POVEDA (derecha) y el segundo premio a la novela Parábola del crimen, del escritor Caldense ADRIÁN PINO VARÓN (izquierda).


De la novela Parábola del crimen, el jurado emitió el siguiente concepto al otorgarle el segundo lugar:

“Estructura de contrapunto que pone en juego, también, la importancia de la escritura y la lectura. Se destacan en ella la inscripción de ciertos referentes literarios, los cuales posibilitan un diálogo de textos, que sumado a la agilidad narrativa, desemboca en una trama convincente. El tríptico narrativo en que el autor desarrolla su novela contrasta con tres escenas necesarias para reconstruir dicho tríptico: Historia de un peregrino, La ruta Jacobea, y Cerrando círculos, tienen validez con el Epílogo que finaliza la novela. Sumado a lo anterior está la resonancia del Dr. Jekyll and Mr. Hyde, pero el valor está en la existencia de un asesino que a través de la escritura parece expiar la culpa de sus crímenes; sin embargo, con la habilidad narrativa que se le abona al autor parece ser que el escritor es quien a través de sus crímenes logra la expiación de sus pecados cometidos con el lenguaje. Mezcla de realidad (algunos personajes existen y son de conocimiento del lector) y de fantasía (en la que la palabra se permite alterar la realidad, pero sin consecuencias).

viernes, 2 de octubre de 2009

Diario de una apuesta (Capítulo final)

Me despierto con un dolor de cabeza del demonio. Tengo pegadas las ondas del vahído que produce la resaca. Tengo una sensación de malestar en la garganta, como si se me hubiera atravesado el esqueleto de un pescado; hasta el agua tiene dificultades en pasar. Siento que el mundo es otro, de los menos imbéciles, tal vez. Recapacito un poco y espero a que ella me llame, a ver qué me dice ya recuperada de su desdoblamiento, de su envoltura de burbuja de vapor. Mis pensamientos se tornan imágenes de una película dirigida por Quentin Tarantino que hay que pasar con rodillo.
Me asomo por la ventana y me parece que todas las ventanas de los edificios y de las casas vecinas están completamente cerradas, con láminas de acero, y que las calles se han convertido en vertiginosos caminos que conducen a una dimensión azarosamente desconocida, y que el sol ya no es de zanahoria sino de un color que no reconozco, de un color recién inventado, de un color que me apuñala los ojos.
El resto de la mañana pasa sin mayor contrariedad: mi hermano durmiendo a pierna suelta, abriendo la boca para respirar mejor; mi madre barriendo la casa, sacando telarañas, como yo le enseñé; el mundo anunciando que han surgido otros tres grupos terroristas que amenazan con un nuevo orden mundial.
Por la tarde padezco los síntomas de la fiebre, de una tos espantosa. Un par de aspirinas es todo lo que puedo tomar porque mi mamá está que no quiere ni verme, y con justa razón porque hay vómito hasta en el techo. Y Sofía no llama, Sofía en sombras, Sofía que no aparece en ningún punto del sistema planetario; Sofía se convierte ahora en la nube a la que le tiro piedritas, el punto ciego de mi existencia, de lo que no quiero recordar, del odio después del desamor, del modo de inventar el crimen perfecto.

¿Y Perrito? ¿Y Gasparín? ¿Y Camarón? Al diablo con ellos. Pero no. No tienen la culpa de lo que soy. No tienen la culpa de esto que me carcome. Cada uno vive su propio duelo. Somos islas independientes, después de todo. Habitamos una vasta región donde aprendemos a defendernos de gigantes, de caníbales, de sicópatas, de chupasangres, de escorias amorfas. Y en esa defensa también nos tornamos en aquello que odiamos. Así es.
Perrito, por lo menos, ha entrado en franca paz con Bibiana. Van a comenzar a preparar todo para concebir un hijo. Se lo merecen. Más Bibiana que él, pero se lo merecen. Mientras tanto Gasparín viajará para donde la Bruja, que vive en el Cauca. Desde allá me escribirá, si lo dejan, manifiesta con humor, y su deseo es conducir un taxi que acaba de comprar el papá de ella. Y Camarón, Camarón es peor que Sofía: no llama, no da señales de vida, nadie lo ha visto desde que conoció a un muchachita de nombre Darmelys que vive en Gaira. Camarón se pierde como la espuma del mar al tocar la playa.
Y esa es la vida, la dulce vida cuando no es agria. A veces es un torrente de agua inundando los cultivos, otras, como hoy, una hoguera que quema sin consideración hasta la rabia y la nostalgia.
Unos se van y otros quedan. Pero mis amigos siempre estarán en el lado donde nada se olvida. Por ellos nunca habrá austeridad, si acaso lágrimas de saberlos vivos en la distancia.


El teléfono suena con insistencia, con una insistencia lapidaria, pero ya han pasado casi cuatro lindos días sin saber de ella, cuatro días en que uno acumula tanto rencor que una mala inspiración podría envenenarnos: en el primero creí morir de la resaca y del caos y del desamor; en el segundo, el desespero de la ausencia me puso de un genio que ni yo podía soportar; en el tercero, salí con mamá y papá a la playa de Taganga, pero les confieso que me dieron ganas de arrojarme desde el mirador, cerro abajo; en el cuarto, o sea hoy, a las cinco de la tarde, después de hacer una y otra cosa banal para entretener la memoria, el síndrome del Fénix la ataca.
Le digo que Roberto ha sabido arreglar las cosas (maldito insecto, médico después de todo). Ella dice que estoy equivocado, que no es lo que pienso. Y, ¿qué es lo que pienso después de cuatro días?, le pregunto. Guarda silencio (por el auricular su respiración es agitada, la imagino mordiéndose el labio). Ella no ha estado ahí ni siquiera para saber eso, se preocupa muy tarde, le recrimino como nunca he hecho.
Lo que pienso, le digo, ella jamás podrá entenderlo mientras tenga una estaca como el Agelasta en el corazón, que le torpedee los movimientos, que le estropee cada partícula de su ser. Lo que pienso va más allá de su entendimiento sobre el amor.
Entonces ella cuelga, sin decir ya nada, pero yo sé que no tiene nada para decir. Comprendo que todo es una trampa en esta puta vida, un juego donde arriesgas todo por nada. Quizá todo deba ser así, arriesgar sin esperar nada a cambio, el entusiasmo se resume en eso.
En el estanque me reúno con mis tortugas. Una lágrima me sale hasta caer y hacer una onda en el agua, ellas esconden la cabeza. Pitico trata de moverme la cola, es la impresión que me da ese bicho que quiero como hijo mío: Aún en medio del llanto se me escapa una mueca de sonrisa.
Pensar que las aposté, que casi las pierdo. Solo que el que perdió fui yo, ya lo sé. Perdí y me perdí. Pero, Sofía, perder para aprender, no es perder. Ese es el juego del eco. Adiós.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Diario de una apuesta (Capítulo diecinueve)

Por fin el anhelado concierto de la universidad se convierte en una realidad. Los muchachos no pueden acompañarme así que me toca ir solo. Sofía me llama para decirme que me espera, que van a estar sus padres y les agradaría mi compañía. De solo saber que ella va a estar allí mi entusiasmo mejora, y es comprensible: cuando uno ama es fácil convertirse en un péndulo, en una veleta que oscila conforme al peso y al viento. Saber que puedo bailar un rato con ella, que puedo estar cerca me llena el vacío del estómago. Hasta ese punto he llegado, y por algún extraño arbitrio entiendo a Gasparín.
Me hago el loco en la casa mientras se acerca la hora del concierto. Quedo de llegar a las nueve pero evito salir corriendo para no ser tan evidente. Así que me tomo el tiempo para releer unos cuentos que tengo del señor Monterroso.
A las nueve y treinta suena mi teléfono; es ella que me espera, sus padres ya están ahí. La vuelvo a sentir mía, aunque la sombra del Agelasta me apesta, se levanta como la niebla que en 1.924 envolvió a los alpinistas George Leigh Mallory y Andrew Irvine, de quienes nunca se volvió a saber. Lo único que me tranquiliza es que parece que entre Sofía y el Agelasta las cosas van de mal en peor, y puede ser mi gran oportunidad, mi gran salto hacia ella (repito: hasta ese punto me entusiasmo, me ciego, caigo).
Salgo de la casa con el aire de la noche a mi ilusionado favor. Me limpio los zapatos antes de poner un pie en la calle, las medias son del mismo color del pantalón, utilizo un poco de gomina en el pelo. Camino chasqueando los dedos de las manos pues no puedo evitar cierto nerviosismo; camino oliendo a Issey Miyake. Veo el rostro de Sofía por donde quiera que mire. Todas las posibilidades de tenerla se me abren de repente, como ese mar en la bahía de Santa Marta que irrumpe soberanamente en tiempos de leva, de bravura.
Como el lugar donde se realiza la fiesta es el parqueadero del puerto, a un lado de la vía, puedo reconocer sin mayores rigores la espalda de Sofía en medio de la gente que canta y baila; allí también está su familia, cercada por las vallas publicitarias de cerveza Águila. Me quedo observándolos a corta distancia; siento que amo a esa mujer con cada uno de mis sentidos, que quiero ser parte de ella en esta vida y en las que nos permitan vivir. Su hermana Cata es la primera en reconocerme, se suelta de la mano de su mamá y sale corriendo a mi encuentro, y se me cuelga de los brazos con toda la inocencia de sus tres años, con todo su olor a colonia de flores frescas.
Sofía no puede estar más bella porque sería redundar. Una blusa color aguamarina con una imagen de la virgen prendida en su pecho revelan todo el encanto. En el lugar hay otros compañeros de clase, así que también los saludo pero me quedo con la familia de Sofía, los siento más cercanos. Su papá me bombardea con copitas de ron que me hace ingerir sin dar lugar al rechazo; el ritmo de la música termina por acalorarme. Sofía permanece con los compañeros de clase disfrutando de la fiesta, sin hablarme, sin dirigirme una mirada. Todo me da vueltas porque no entiendo su indiferencia; si tan solo hace poco llamaba por mi demora, pero ahora ni se inmuta, se mueve como sola en su espacio. Roberto, otro de los tarados de clase, en quien no pensé en esta historia, no se le despega y eso me enfurece. La llamo para preguntarle por su ausencia, pero no me responde, solo sonríe, me acaricia el pelo, sus ojos destellan licor, un incendio extraño, vuelve a su sitio con Roberto y éste la abraza por la cintura. Glup.
La mamá me confiesa que en verdad no andan muy bien las cosas entre ella y el Agelasta, que sería bueno que ella se fijara en otro hombre, en alguien que la respetara más, que ella sabe algunas cosas y no está de acuerdo con lo que pasa en sus vidas. A veces escucho atento y otras en la lejanía, en el plano de Sofía. El licor hace su efecto como la indiferencia de ella. Quisiera arrebatarle el micrófono al cantante de champeta para gritar la rabia que tengo, los celos, pero me fulmina la imposibilidad; una carcajada de hiena me taladra los sentidos. Como si fuera poco Sofía se me acerca y me dice que el Agelasta va a llegar, pero que no me preocupe, como si no estuviera preocupado desde mi llegada, viéndola con Roberto, indiferente ante mi padecimiento. Pocos minutos después la veo salir, el aire me susurra que afuera está con él, el dolor es aún más inevitable. Su mamá trata de darme ánimos con una mirada, su gesto es sincero. Al rato regresa Sofía con las mejillas incendiadas; se bebe un sorbo de licor que tiene Roberto en las manos, baila con él, su rostro es duro, todo es confuso, la fiesta comienza a perder su encanto y la gente se prepara para salir. Veo a Sofía sola, extraviada hasta en la mirada, sin fijarse en mí definitivamente, sin fijarse en nadie, con movimientos torpes, la desconozco. Tiene su teléfono en la mano y marca un número, hay desespero en sus gestos. Un cuchillo me atraviesa la espalda, la angustia es total. Aprovecho que los padres de Sofía están bailando y salgo sin despedirme, agónico, y solo en la calle me detengo para tomar un poco de aire.
Hay gente hasta para hacer una fábrica de salchichón. Me apoyo en una de las vallas cuando Sofía pasa por mi lado, rozándome la piel (en ese instante yo no existo en sus recuerdos); ella sigue de largo, cruza la calle directo hacia un carro que parece esperarla, se sube al lado del conductor, el carro sale disparado como una bala pero el impacto lo siento yo en mi corazón. Hay unas manos invisibles arrojándome a la oscuridad del sótano; maldigo a Sofía por semejante desplante, por no entender la grandeza de mi amor, por pisotear el jardín de flores que cultivé desde que la conocí.
La centella de Julián aparece en su moto, me dice que él me lleva a la casa. Acepto aunque preferiría caminar, envolatar la decepción antes de llegar. Pero eso no se lo digo. Al subirme a la moto le pregunto que si el Agelasta tiene carro; Julián responde que no. Le cuento que Sofía se ha ido en uno color crema, sin despedirse. Julián me dice que el carro es de Roberto. Roberto me da vueltas en la cabeza, Roberto es ahora la piedra en el zapato, Roberto es lo que yo no soy en el momento.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Diario de una apuesta (capítulo dieciocho)

Por fin llega el tiempo del paredón. Los días han ido y venido en un santiamén, sin llevar o traer nada nuevo.
El profesor escucha atento con sus orejas de radar. Carlos es bueno en las ayudas audiovisuales, se ha sobrado en imágenes y en cháchara. La que expone ahora es Karime, la dulce de Karime como una hermana. El azul de sus ojos se ha acentuado con el nerviosismo de la exposición. Tiene en las manos un señalador láser, pero por instantes olvida cuál es su función. El profesor, que en muchas de las apreciaciones está de acuerdo, quiere que le refuerce cada punto, que ahonde en cada uno de ellos; no desea que uno salga al paredón como cotorra mojada que repite lo que otros piensan. Karime habla de lo bueno y de lo malo de la influencia de los medios de comunicación, pero se enreda, sus ojos imploran y en lo profundo se llenan de agua. Leonel sale en su defensa pero el profesor lo hace sentar de un regaño parecido a un grito. El pusilánime de Nelson suelta una carcajada. Tatiana vuelve a mostrarme un pedazo de su carne porque se le ha corrido la falda. Y el Agelasta está refundido entre su grupo sin mover un solo párpado, es lo normal; me da risa verlo en su rigidez de muerto. No lo odio pero no puedo ser su amigo, no somos compatibles, amamos a la misma mujer y eso ya nos hace irreconocibles, es como una animadversión pasiva; además, Sofía me ha contado lo patán que se vuelve y no tiene perdón el miserable; no sé por qué no se va a vivir bajo las piedras con los cangrejos.
Karime se esfuerza por hacernos entender pero se enreda aún más. El profesor le pide entonces a Sofía que le ayude. Su salida al frente de la horca me hace apretar los dientes. Uno piensa en el ridículo que puede hacerse al frente y más se encoje el cerebro. No lo digo por ella sino por mí, por Martha, por Germán, por el Agelasta. Sofía se planta con propiedad, como un ángel de luz; habla como si estuviera frente al espejo, en palabras de ella todo adquiere otra dimensión, es como leer un libro con el que uno se identifica desde la primera página; su desenvolvimiento nos hace soltar un aplauso. Leonel levanta la mano para aportar otros datos pero el profesor vuelve y lo frena, lo trata como si fuera chatarra, quiere que solo hablen las mujeres, a mí me parece que hay gato encerrado. Amanda pide ciertas aclaraciones sobre el tema, Karime responde en un momento de iluminación. El profesor anota en su libreta algunas cosas, sin decir nada, la polémica quiere dejarla para el final, cuando no haya más expositores. Finalmente yo me quedo con todo el maldito rollo entre los sesos.
El profesor es otro cretino que no sabe nada. Aprende de sus alumnos, nosotros le enseñamos y a él es a quien le pagan. Así son las cosas.
Lo único que me da ánimos es que esa noche por fin voy a presentar a Sofía, por decirlo así, ante Perrito y Gasparín, porque Camarón anda con alguna nueva nínfula. Voy a llevarla orgulloso como si mi hazaña de tenerla fuera más grande que alcanzar sin oxígeno la cima del monte Everest.


Y ahora Liliana. Estos últimos días nos permitieron conocernos un poco más, entendernos como buenos hermanos. Le pido que arregle su vida con Carlos, que aunque el matrimonio duela a veces, es matrimonio, que en todo hay altibajos. Y se lo digo yo que no sé nada de eso, que pienso en el matrimonio como un mal negocio donde ambas partes pierden.
En todo caso Liliana me abraza como nunca lo ha hecho. Es bueno sentir que tu hermana te quiere aunque nunca lo diga, que han quedado atrás resentimientos un tanto infundados, los tropezones por las escaleras, las palabras necias, los gestos ofensivos. Liliana es mi hermana, mi buena hermana, que regresa a su hogar con un renovado aire, con un hermano queriéndola como debió ser desde el comienzo. Pero la historia parece repetirse en mi hermanito. Definitivamente muchas veces no aprendemos de los errores del pasado.

Lo malo de presentarle a Perrito una chica es que no diferencia entre la confianza y ser confianzudo. Saluda a Sofía con un tono halagador, digno de su creación de mujeriego, de su impostada personalidad. Gasparín hace lo mismo pero con mayor moderación, más galante, con más clase, corriendo una silla para que ella se siente. Los dos parecen usar el mismo perfume. Los dos miran a Sofía como si por primera vez observaran algún nuevo destello en el paisaje.
–Disculpe muñeca que este muchacho no sea caballero, pero nunca ha aprendido a tratar a una dama –dice Perrito con sorna, con palabras que yo entiendo.
–Bueno, bueno, sale en defensa Gasparín, no es momento de decir esas cosas; a lo que vinimos, Sofía, ¿qué quiere tomar?
–Una cerveza está bien, responde ella sin dejar de mirarme.
Pedimos cuatro cervezas, es lo más común para tomar en medio de este infierno, aunque Punta Aguja, el lugar de encuentro, es fresco porque esta ubicado en una esquina y por allí corre algo de brisa.
Hay un breve instante de silencio, como si no supiéramos por dónde empezar, como si todas las miradas estuvieran sobre nosotros, y nosotros acabáramos de cometer un crimen. Sofía me toma la mano por debajo de la mesa.
Perrito empieza a contar, mejor, a contarle a ella sobre mis hábitos que no son ni la mitad de lo que dice, exagera cada palabra, cada gesto con una bajeza sin precedentes:
–Si supera muñeca que este (me señala), ahí donde lo ve, con su cara de ratón recién nacido, le dedica poemitas lacrimógenos a todas las chicas que se le atraviesan por la calle; el cielo (lo señala), tan estrellado que está, lo ha regalado más de una vez, creo que se sabe el nombre de todas las constelaciones; de las rosas ni se diga, ya lo conocen en las floristerías y en las tiendas donde venden peluches; es el típico romántico, un expreso de medianoche desbocado por las calles de esta Santa Marta.
Gasparín reconoce la broma pero lo apoya. Estoy en medio del huracán y no puedo hacer nada porque parece que hoy es mi turno de trapear el piso. Trato de defenderme pero es imposible, son dos contra uno, es una estampida de elefantes asustados. Sofía, que no puede evitar sonreír, me aprieta de nuevo la mano en una señal que no sé si es de comprensión o de “ya hablaremos después”.
–Tanto hay para contar, muñeca –continúa Perrito –que nosotros no podemos presentarle ninguna amiga porque le tira el zarpazo, y la que no cae en sus manos la deja matada; usted se salvó de milagro.
Gasparín le hace un guiño para que baje el tono, pero es imposible. Contra las bromas de Perrito es difícil reaccionar. Como pescador, sabe echar la red. No cede la palabra, no da espacio para un atisbo de salvación.
Sin embargo, entre broma y broma nos acercamos a lo que somos y queremos, a lo bueno y lo malo de recorrer caminos con pies descalzos. Unos instantes de lucidez, o mejor, de coherencia, pasan por la mente de Gasparín, y sanamente nos hace sonreír con las anécdotas de sus experiencias, con el agua salada que ha tragado de ir mar adentro en busca de sus reconciliaciones.
Aprovechando que el mesero trae otras cuatro cervezas, Sofía pide permiso para ir al baño. Es indudable que en Sofía encarna una diosa griega.
–Mire a este gusano con semejante belleza –aprovecha Perrito para arremeter con su jerga–, le está funcionando muy bien el maleficio, mijito, porque no creo que sea otra cosa, de eso ella no le ha dado.
–Déjelo tranquilo, guache, además no tenemos confianza con Sofía para ventilar tantas cosas –dice Gasparín como para redimirse.
–Qué va, que se dé cuenta de una vez con quién se está metiendo –alega Perrito riéndose y mirando para atrás por si ella regresa–. Mire, ni habla, parece enamorado el gusano.
–Deje la güevonada, hombre, no crea que está tratando con una gairosa de esas que tiene hasta en la sopa –respondo iracundo.
–¿Si se fija que no aguanta una broma?
–Sí las aguanto, Perrito, pero no es el momento adecuado para eso, Sofía es toda una mujer como para escuchar ciertas cosas, o al menos no por ahora.
–Bueno, bueno, niño bonito, después hablamos, se la rebajo por ella, porque apenas la conozco, pero espere que me dé confianza, espérese no más.
Sofía regresa mordiéndose el labio. El azul de su teléfono está encendido. Mala señal. Se acerca a mi oído y me dice que tiene que irse, que “surgió algo” a última hora, que luego me explica, luego, como todo. Ni siquiera tiene tiempo de terminar la cerveza, de un suspiro, de calmar el ardor de mi corazón.
Me da un beso en la mejilla, cuando el mesero le indica que ya llegó el taxi. Sus ojos me miran con nostalgia porque sabe que no es fácil, sus ojos que me dicen que se queda conmigo. Se despide de los muchachos que también quedan estupefactos por su repentina partida; se despide dejándome con los sueños intactos, con un vacío que aún no se me quita.
Lo que sigue es peor porque Perrito da rienda suelta a su locura y a sus frases ponzoñosas que envenenan pero no matan.
Y como siempre, terminamos en la playa. Los tres, solo los tres, sin mujeres, sin Camarón que no repunta por ningún lado. Los tres, definitivamente, sin estorbarnos.

La contradicción llega con los días. Se hace tangible en mi vida, en nuestras vidas, y acaso los amigos sobreviven.
Entre Sofía y yo todo comienza a desbaratarse como la cortina de humo cuando llega el aguacero. Me doy cuenta del espejismo. Me doy cuenta de que soy una enredadera asfixiándome, sin flores ni semillas. Mis elucubraciones se borran a la medida de sus ausencias, sus desplantes, sus excusas; a veces me llama y me dice que me extraña, que quiere verme pero que no puede; a veces gira tan repentinamente para darme un beso y a veces ni me reconoce; a veces veo el paraíso y otras, las últimas, el final, sí, el final de algo que quizá no ha existido, salvo en mi memoria, en mis sueños, en mi corazón.
Allí es donde no comprendemos por qué razón el amor de uno no alcanza para abrigar al otro. Debiera alcanzar para llenar la falta del otro. Si en una casa comen dos y comen tres, por qué en el amor, cuando como uno, no come el otro. Siempre el otro. La otra mitad. Pero todo es una maldita utopía. No hay príncipes ni princesas en castillos en tierras remotas; no hay unicornios ni dragones que nos lleven al centro del otro, si el otro ha dejado de soñar en el mismo universo.
Sé que Sofía está separada del Agelasta porque su mamá me lo contó como para darme ánimos (no sé qué tanto sabe), pero eso más la tiene alejada de mi mundo, como si me culpara a mí de no estar bien con él. O quizás las palabras de Perrito calaron hondo, hicieron efecto. O de pronto descubrió que no le gusta el color de mi corazón.
La confusión es el principio de mi locura; ella no me cuenta nada, no hace nada, y otra vez la nada vuelve a inmiscuirse en mi vida. Yo le hago el reclamo con las palabras más amorosas, pero silencio; yo le hago el reclamo con palabras más fuertes, entonces me deja porque soy un grosero, como él, y me compara, y me mide. No sé qué actitud adoptar, no sé cómo comportarme, no sé a qué línea de atención al enamorado llamar. Tengo el ánimo en la planta de los pies, en la parte más oscura. Entonces recuerdo las palabras de un escritor chileno muerto por estos días, en su novela Los detectives salvajes: “Después hicimos el amor pero fue como hacerlo con alguien que está y no está, alguien que se está yendo muy despacio y cuyos gestos de despedida somos incapaces de descifrar".


jueves, 13 de agosto de 2009

Diario de una apuesta (capítulo diecisiete)

La comunicación entre Sofía y yo es cada vez mejor, o al menos eso es lo que parece o pienso que dictan los astros. Diríase que hay un puente levadizo que se abre y se cierra a nuestro antojo clandestino, aunque ella es la que más lo usa porque no podemos ser evidentes y destruir lo que tenemos (¿tenemos?). Cuando quiere que yo la llame (el Agelasta ha desaparecido momentáneamente) me timbra dos veces; cuando me timbra una sola vez significa que está pensándome. Esas son nuestras claves. Sus mensajes de texto al teléfono también se repiten, se convierten en nuestro mejor mecanismo de comunicación. La visito más seguido a su casa con la excusa de estudiar. Me hago amigo de su familia, su mamá es un amor, su hermanita juega conmigo, Julián me invita a fiestas y comparte sus sueños, su papá me habla con el corazón y de ir a pescar mar adentro en una canoa llena de cerveza. Ellos sospechan de mis intenciones porque de vez en cuando hacen comentarios pícaros, a voz baja, pero el Agelasta aparece al final de los mismos como el muro de noventa kilos que es.

(Salgo al atardecer en estos días donde el sol es del color de la zanahoria. Imagino las calles sin gente, estas playas sin mar, sin ese horizonte donde se calca tu rostro; imagino, y me siento extraviado como al inicio del mundo. La clave está en contemplar con júbilo toda la belleza que se aviva con tu cercanía, las mariposas que brotan del corazón entusiasmado. Voy con tu recuerdo avivando mi paso por el malecón, donde el mar es más riguroso, donde pequeños acantilados juegan con cangrejos y con el agua. Invento todas las historias mientras mi mano se sumerge en ese reino de animales fantásticos; invento para confirmar que esto es cierto, que soy yo el vivo. Así es, niña rubia llegada de otra tierra para conjurarme con su presencia, para decirme con cada gesto que la vida es constante como el mar que ahora toca mi pie sobre la playa).

Recojo a Sofía en el carro de Perrito. No sé con qué pretexto ha podido salir de noche conmigo, pero no quiero saber. Sofía tiene puesto el mismo vestido con que aparece en la fotografía de su mesita. Por fin otra cosa relevante que comparte conmigo, así sea un vestido. El escote en su espalda me revela la dimensión real de sus atributos. Mientras conduzco le tomo la mano y me la llevo a la boca para pasarle los labios. Toco su cuello con ligereza, pero ella me retira la mano y a cambio me da un beso. Me confiesa que en su casa hablan bien de mí, que he ganado terreno. Me alegra saberlo, pero por más terreno que gane, le digo, ella es una especie de área protegida. Sonríe. Dice que soy un bobo al pensar esas cosas. A veces parecemos dos adolescentes inflándonos de amor, sin pensar en lo que hay fuera de este. Por ella yo podría renunciar a las demás mujeres y a las benevolencias del prometido paraíso. Le susurro tales palabras. Sin embargo ella calla, baja la mirada porque para estar conmigo ha tenido que mentir. Y sabe que miente aquí y miente allá. Y sabe que su corazón está fracturado.
Llegamos a Magenta, un restaurante bar en la parte sur de El Rodadero. El portero nos indica el lugar para dejar el carro. Hay un camino de piedra iluminado con antorchas de bambú, hay deseos de entrar con ella de la mano o cargándola pero no podemos dar más evidencias. Nos ubicamos en una mesa al lado del mar, junto al acantilado, donde el choque del agua contra las rocas nos salpica levemente la ropa. Es deliciosa esa sensación y más al lado de Sofía que mira maravillada tan bella puesta en escena. Sobre nuestras cabezas vuelve a aparecer la luna en forma de hamaca y un cielo prodigioso de luz.
Para iniciar pedimos al mesero que nos traiga la especialidad de la casa. Sofía escruta a cada persona del lugar porque no quiere testigos conocidos, se siente un poco nerviosa pero llena de vida. Hay un exquisito silencio entre nosotros, un silencio cómplice y crepitante. El mesero regresa con las bebidas a base de ron cubano, limón, hielo y yerbabuena. Alzamos las copas para brindar; ella es el motivo de mi brindis, Sofía no dice nada respecto a que yo sea el de ella. Aún así soy feliz. Magenta es un restaurante bar levantado sobre una muralla de piedra, abierto a los astros, ese es su techo natural. Hay plantas por todos lados, unas verdes y otras de flores abiertas; una fuente de agua brota en el centro del lugar. La respiración aumenta cada vez que nos besamos. Me cuesta creer que sea mía esa boca, al menos en ese instante, esa boca que ya sentía, que ya soñaba, que delineo, por fin, con la punta de la lengua.
–Esto me parece una locura –dice ella.
–Para mí es un sueño, Sofía, cada día que pasa enloquezco más.
Sofía extravía la mirada, como pensando.
–A veces considero que esto va a salírseme de las manos, estoy muy confundida –la voz le tiembla–. Perdona que te lo diga pero es mi deber confesarlo: es la primera vez que estoy con dos hombres a la vez, me siento tan bien contigo que cuando él me besa o me acaricia quiero salir corriendo, me da coraje que lo haga y lo rechazo; sin embargo, ¿cómo hago?, él ha estado conmigo bastante tiempo, lo sabes bien, no puedo decir que lo dejo y digo adiós así como así, no es fácil, para mí las despedidas no son fáciles, tengo un compromiso con él, pero, aunque me cueste reconocerlo, cuando estoy a su lado siento que te engaño a ti, no a él, como en este momento; me estoy volviendo loca. Y eso que apenas empezamos.
Sofía me abraza con fuerza, acomoda su rostro en mi hombro, sus lágrimas me revelan una angustia sobrecogedora. Se limpia las lágrimas con una servilleta que toma de la mesa, se endereza, y agrega:
–Todo esto es lo que me da vueltas en la cabeza, no soy capaz de negarme a él y menos a ti; con él a veces me siento despreciada, contigo me siento importante, vibro con tu cercanía, me lleno de vida, pero no sé cómo hacer...
Escucho a Sofía, atragantado, porque no es fácil saber que te comparan, que te miden con un punto de partida preconcebido. Pero a eso me arriesgué, soy yo el intruso; el Agelasta, duele decirlo, es el lunes y yo soy el martes. Sofía puede quererme como dice que me quiere, pero solo comparte conmigo los ratos que se puede escapar por la ventanita de su corazón. Sin embargo, yo no pienso en lo que ella hace a su lado, no me rebano los sesos en esas sesiones, sé que de ella tiene todo, que es su mujer, que la conoce hasta el detalle de dibujarla con los ojos cerrados (no creo que sea tan idiota para no ser capaz); sé también que cuando se detiene en el beso o en la caricia piensa en él, en que no está bien, se llena de prejuicios y de todas las carajadas que le viene a la memoria.
La voz de Floyd me llega nítidamente porque ha callado. Sofía está mirando el oleaje del mar, se agarra con firmeza de la baranda como inundada por el vértigo. La tomo con delicadeza de la cintura; abajo, la espuma me recuerda que no todo es transparente, que entre Sofía y yo hay más que una historia, hay un Agelasta, ebrio de su mutismo, que ahora la llama para preguntarle por su paradero. Sofía miente esquivando mi mirada. Sé que le duele hacerlo, por él o por mí, qué sé yo, sus sentimientos son encontrados, chocan en su cabeza.
–¿Me llevas?
A mí me duele dejarla a varias calles del apartamento donde él vive. Me duele que nuestros espacios sean tan breves. Me duele darle ese beso que en unos cuantos minutos se borrará por el contacto de otra boca.
Perrito me llama para que lo recoja. Aún es temprano. Hay un vacío a ciento treinta kilómetros por hora. Si tuviera una pistola en la mano mataría solo por ver caer, o cuando menos le dispararía a las señales de tránsito de la carretera. Busco entre la música algo que me enlode el cerebro. Eminen sale a mi rescate. Perrito está sentado en la acera como un miserable más, sin oficio; me dan ganas de echarle el carro encima, pero le freno a tiempo.
–Qué parcero, me confundió con alguien o qué –me dice subiéndose al carro dando un portazo.
–Solo quería asustarlo, perrito.
–No mijo, a mí ya nadie me asusta, yo tengo comunicación directa con el de arriba y ése me las canta, así que no me salga con visajes raros.
Perrito, que anda enmalezado, me cuenta de sus andanzas y yo de las mías, o mejor, de Sofía, que es mi único tema de conversación. Perrito está decaído porque su mamá perdió definitivamente la casa y ahora anda de arrimada donde una hija. Está puto porque Bibiana anda cansona como nunca, jodiéndole la vida, pidiendo explicación por todo. Está descorazonado porque de su harem solo queda ahora el desierto.
Llegamos a mi casa después de dar varias vueltas por ahí, sin destino, sacando conclusiones de donde ya no se puede, arrojando escupitajos, siendo malvados y perversos. Perrito me deja y se va en su carro, hace rechinar las llantas; sé que algo le duele verdaderamente. Ahora salta a la cuerda y no sabe cuándo parar. Antes de entrar a la casa miro la luna de hamaca. Creo ver dos siluetas burlándose de mi mundo y de mis ideas, el puente levadizo se levanta herméticamente.
En la bruma Floyd vuelve a arremeter con su Hello, is there anybody in there.

miércoles, 22 de julio de 2009

Diario de una apuesta (capítulo dieciséis)

Conozco a David en el puerto, en una de mis tantas caminatas por el camellón. Es temprano y hoy no hay universidad.
David, de acuerdo a lo que me cuenta, es un hábil comerciante dedicado al negocio de las comunicaciones, a la venta de llamadas por teléfono a cualquier parte del mundo. Su negocio es bueno porque vende a dólar el minuto, y los usuarios de su servicio son los tripulantes de las embarcaciones que atracan para descargar productos que llegan del otro lado del mar.
David también es un buen conversador: me habla de sus anécdotas con las tripulaciones de los barcos, de su primer vómito en altamar, de la gente ruda que llega en esos témpanos de lata como les llama, de los alemanes y filipinos que son los más lacras, del dinero que se gana cuando los hace hablar, de lo celosa que es su mujer (me pregunto si será hermana de la Bruja).
David sonríe sin ninguna dificultad, es amable, siento que no es otro cretino aunque a veces se camuflan tan bien que nos pueden hacer equivocar. Me aprovecho de su generosidad y llamo a Sofía, ella contesta, su voz es baja, delgada, con eco, como si estuviera encerrada en un sótano, entre paredes de hierro. Sofía me dice que aún no ha hecho la consulta, que por el momento no puede, que más tarde… Las palabras se me devuelven de la boca porque presiento que está con él, y no quiero imaginar en dónde ni haciendo qué. Cuelgo ante el balbuceo de ella, ante la mirada inquisidora de David. Le cuento a David parte de la historia mientras se fuma un cigarrillo que tiene impresa la marca de Fidel. Le cuento la historia porque me inspira confianza y parece coherente en sus ideas, porque quiero hablar con alguien que tenga visión de pájaro marino. Le cuento, finalmente, que ya no pierdo mis tortugas pero me pierdo yo. David me asegura que en este mundo todo es un círculo vicioso de entusiasmos y trampas, que la mierda es igual en cualquier punto del globo terráqueo, que en cuestiones de amor todos perdemos por igual.
Sus palabras son un baldado de agua fría.

La mujer de Albeiro me trae una limonada y se sienta a mi lado mientras éste llega. Está feliz de tenerlo de vuelta después de semejante lío. Ahora tienen socios porque no encontraron otra solución más que vender la mitad del restaurante. El dinero apenas alcanzó para pagar a la ex y los honorarios de un abogado. Albeiro entra y me da un abrazo. Su alegría se refleja en cada gesto. Le entrega unas bolsas con pescado a su mujer, ella se levanta y entra a la cocina. Albeiro me cuenta atropelladamente su vida en la cárcel después de traerme una limonada; me cuenta con un entusiasmo como si no hubiera sido un hecho trágico. Eso es lo bueno de Albeiro, siempre ve el lado positivo de las cosas. Esta parte del mundo debiera ser como él, pero es una utopía pedirle peras al manzano. Aprendo de cada palabra suya sin que sean consejos (los consejeros son embaucadores como Walter Mercado que no sabe ni de qué sexo es). Albeiro me sirve un caldo de pescado que me quema la lengua. Parte de mi virilidad queda en la sopa caliente.
Camarón y Gasparín llegan juntos. Pregunto por Perrito pero me dicen que anda un poco perdido, guiando su rebaño de ovejas al corral. Ambos están hambrientos. Camarón le pide a Albeiro una mojarra frita con patacón; Gasparín quiere pollo guisado, sin ensalada. La mujer de Albeiro los saluda desde la cocina, tiene la frente llena de gotas de sudor; imagino (porque soy bueno para imaginar), que las gotas de sudor caen dentro de la sopa caliente que tiene en el fogón. Un tipo con una camiseta de guía turístico nos ofrece hospedaje pero le contestamos con sorna que no somos turistas, que antes nosotros le alquilamos a él. El tipo se va malhumorado por no dar su tiro en el blanco, por sentir la frase cargada de animosidad. Nos reímos de la manera en que camina más que de su pobreza. Albeiro trae los platos, Camarón pide limón. Entonces me uno al festín de la comida para contarles la noticia de mi entusiasmo, es decir, de Sofía, de mí. Gasparín me reta con la mirada porque no cree que sea cierto. Les enseño mi teléfono para que lean los mensajes. Camarón asiente con un gesto y me tira un pedazo de servilleta a la cara; Gasparín me estrecha la mano y me felicita.
Los pormenores de mis pasos por el paraíso se los voy contado mientras terminan la comida. Me comprometo con ellos a que la conozcan esa semana, me comprometo con ellos a que la van a amar también.
Gasparín paga, siempre es el que paga. Albeiro y su mujer nos despiden como si fuéramos sus hijos. Camarón nos lleva en su carro a la casa porque tiene un compromiso y no quiere que se le haga tarde. Asegura que el compromiso es con alguien interesado en el carro, un buen negocio que no quiere perder. Camarón tiene la cara roja.

Por la noche me entero que Camarón sufrió un accidente en el carro, que está en observaciones en el hospital, que de momento tiene una fractura en una pierna y vidrios del panorámico incrustados en un brazo. Que la mujer que lo acompañaba está también fuera de peligro, solo presenta una herida abierta en la cabeza pero no es profunda. No me dicen nada más. Perrito me recoge. Gasparín está en el hospital sentado en una banca de la sala de espera. Está más pálido que su propio fantasma, tiene las manos entrelazadas y juguetea con sus dedos al círculo. Nos ve y se pone de pie para saludarnos, parece que también ha tenido una mala noche. Nos dice que Camarón está bien para como fue el accidente, que se quedó dormido mientras conducía y se estrelló contra un árbol, que la prueba de alcoholemia salió positiva, que la mujer que lo acompañaba era Yuly, que Lucía está en la cafetería fumándose otro cigarrillo. Así entiendo que la premura de Camarón no era para vender el carro sino para darse una buena escapada con Yuly. Camarón tampoco cambia, como Perrito, que por mujeres se olvidan de los amigos, de nosotros que estamos en las buenas y en las malas, como ahora.
El pasillo del hospital es frío, huele a alcohol etílico. Por la puerta de emergencia entran en una camilla a un tipo con heridas de bala, parece que ya no tiene sangre en las venas; la muerte está por todos lados. Yuly es la primera en salir de la sala de observaciones, una enfermera como de trapo viene con ella. Yuly aún tiene lágrimas de susto en el rostro, Lucía la abraza como siamesa. Se despiden de inmediato porque alguien las espera (no sé quién me dice que es un novio que Lucía se ha levantado, un inglés que, deslumbrado por su belleza, en dos días de noviazgo ya quiere casarse con ella). Pero hay algo misterioso en esa despedida: los ojos de Yuly, cuando pasa por mi lado hacia la salida, tienen otro brillo, mejor, tienen una línea que opaca, una línea que no acierto a descifrar, como una veta de niebla.
Dos horas después sale Camarón con sus vendajes de momia, sonriendo el depravado. No lo golpeamos porque nos da lástima, pero se la tiene bien ganada por botar a sus amigos, por salir corriendo tras cada palo con falda, no por Yuly, sino por unas cosas raras que le conocemos, como la “cascos”, como la “siete culos”.
Sus explicaciones tontas nos dan más coraje; lo odiamos en ese momento, lo odiamos, y Perrito se lo hace saber. Lo subimos al carro como trasto viejo al que se le tiene gran cariño después de todo. Salimos del hospital rumbo a su casa, algunas gotas de agua empañan el ambiente. Recorremos las calles de esa ciudad miserable y antigua, recorremos las calles como los cuatro del patíbulo rumbo al paredón.
Un día de estos Camarón va a perder la cabeza y no vamos a estar ahí para levantarlo.

miércoles, 8 de julio de 2009

El efecto Aura


Para Andrea, en Soho


Es Aura una amante a la que le cae bien el adjetivo de exquisita, una mujer de iniciativas apenas soñadas, la afortunada criatura de la montaña y el mar que alcanzó en mí al hombre que la contagia, la secunda, y la hace ir del sexo al amor –o del amor al sexo- en un único movimiento.

I

Mentir o fingir la realidad es mi oficio, pero corresponde esta vez abordarla sin maquillajes.

Es de semblante tranquilo, de mediana estatura, amable de trato. Nadie imaginaría al verla los maremotos que auspicia. Otra cosa distinta es tenerla en los brazos, besarla, morirse con ella en la cama, sufrir el arte de su lengua, disfrutar el placer de sus sexos. Ahora bien, más allá de su rotundo sentido sexual, es una muchacha aventajada, de insustituible compañía, con una fuerza de atracción de la que carecen mujeres de mejores físicos. No bien la deja uno en casa cuando ya se desea pasar a buscarla. Tampoco es fácil sacársela de la cabeza luego de haberla tenido. Allí puede quedarse horas, días enteros. De momento no hay barrera que ataje su influencia.

II

Es una influencia más fuerte que mis ironías de inmune. Me cierra la cabeza. Apareció, creció y no me deja. ¿Le temí? Al final de varias semanas fue imposible eludir semejante compromiso. ¿Tenías miedo, amor?, me pregunta a veces, la mirada puesta en nuestras primeras citas, a principio de un diciembre pleno de brisas en una Santa Marta metida en luces navideñas.

III

Tampoco a ella, más racional, le resulta cómodo sustraerse del influjo. “Me mueves toda. No puedo parar” ¿Alguna razón en una historia frágil de razones? ¿Es consciente, igual que yo, de haber encontrado la veta de una pasión que en la cama, contra las paredes, sobre los mesones de cocina, en las escaleras ha atendido algunas de sus más íntimas fantasías? ¿Agradecido? Padezco algo que llamaré el efecto aura: una fuerza que me descentra.

IV
Sin exageraciones admito que ninguna mujer me había pedido con unas ganas tan robustas que la tomara analmente. “Anda, cógeme duro. Es todo tuyo”. Ninguna me exige que le muerda la espalda, las caderas y las nalgas con el arrojo de una ternura que es la primera en extrañar. “¿Por qué contigo sí?” No tiene la gran cola, ni las piernas perfectas, pero sí el culito más rico que me hayan servido. El milagro reside tal vez en su abierta disposición a disfrutar un amor que encuentra en el goce físico el complemento irremplazable. “¿Qué me haces, qué hago de distinto?” son inquietudes que ofrezco con más perplejidad que certezas. Quizá solo importe ahora testimoniar los beneficios de un sexo de traspatios higiénico – otro rasgo excepcional-, profundo, continuo y arrasador. A nadie, en fin, he mordido con la más encendida devoción. Asimismo, a ninguna le he permitido libertades que le arrugarían el ceño al más bravo macho de esquinas. Cuentan, entonces, los hechos, las batallas de las sábanas, más que las medias razones de la imaginación literaria.

V

Es inherente a la escritura extralimitar fronteras. Función semejante pudiera indicarse del amor. ¿Exagero? “Eres grande, amor”, me dice, “Nunca he sido más feliz”. Niego que el origen de tales impresiones quede condenado a un notorio asunto de tamaño, que importa a la larga. Hemos discutido el punto. Hemos efectuado las mediciones de rigor. Ella las ha hecho con dedos, cinta métrica o con la pura lengua. “Es distinto”, enfatiza “Es inexplicable”. ¿Exagera Aura? ¿Miente? ¿Son sus declaraciones los balbuceos que sirven de colofón a un buen polvo? Presiento, en esos intentos de razonar, la presencia de una mujer al tanto de haber arribado a una zona de plenitud insospechada, donde placer y amor marchan, donde deseo y temor alternan aguas. ¿Me sucede algo distinto? Huí al principio. Ella intenta hacerlo ahora. El amor o la pasión huyen del amor y la pasión. Es la única noción que me queda en limpio. Ahora bien: algo va de formular a padecer esta paradoja que muta el amor y la pasión en enemigos de la libertad, las aspiraciones y los compromisos.

VI

Huí de ella casi desde el primer día que la vi en el salón donde dictaba una charla sobre discapacidad. Tal vez porque en el momento en que cruzamos miradas supe, oscuramente, que me haría perder el rumbo de las horas o me acotaría el espacio si no tomaba las debidas distancias. Todo inútil. Me impactó primero. Me cautivo después. Algo similar experimentó ella, que temió menos y asumió una experiencia que no tenía en su horizonte mental, metida de lleno entonces en sus tareas profesionales.

VII

Aura es una fuerza irresistible. Es una sonrisa que cautiva sobre todo cuando Aura es Aura sin reservas y, dueña de las aceras, va bien peinada, elegante y mejor puesta al trabajo o cuando marcha a un encuentro conmigo de muchas cervezas, en el que no faltan fotos y tomas atrevidas.

VIII

Cógela suave. Cálmate. Traigo estas expresiones a las que Aura recurre cuando me salgo de ruta. ¿Por qué? ¿Es su manera de salvaguardar una relación que amenaza con devorarse a sí misma? ¿Es posible controlar lo incontrolable? Transito un laberinto de laberintos que, a falta de una fórmula imaginativa, denomino el efecto-aura.

IX

Digámoslo. Soy adicto al amor-aura, al efecto-aura, al influjo aura, una fuerza que tira hacia abajo mientras yo tiro hacia arriba, o al revés. He ahí el encanto del que deriva su poder. ¿Mañana? Mañana estaremos muertos, según la devaluada expresión de J. M. Keynes. Mañana el influjo podría asumir un perfil de medalla, adoptar el tono de una jugosa anécdota o, en el afán de surtir la materia de un libro más, transformarse en la brava moneda que de cuenta del forzoso mercado de las pasiones.

Resta indagarla sobre el efecto que ella padece. ¿Algún nombre? “No sé, marica, tú me jodes. Me mueves toda… pero tiene que parar. No aguanta…”.

Tocará aguantar –digo acá- hasta que algo reviente.


Clinton Ramírez C. Escritor Colombiano.

lunes, 13 de abril de 2009

Diario de una apuesta (Capítulo quince)

Gladys habla y habla y no hay poder humano que la haga parar, que le diga “deténgase por favor”. El profesor está sentado en un rincón y parece momificado porque no junta los párpados ni se mueve. Por momentos pienso que somos una clase de secundaria donde todos venimos a joder la vida, a mofarnos de los gestos de unos y otros, hasta de mí, que tengo cara de ratón asustado.
Sofía y el Agelasta son un par de angelitos mirando a Gladys. Esta mañana ella no me dijo nada sino que me sonrió, como siempre, pero como siempre ella sabe que ese gesto es suficiente para dejarme en otra dimensión.
Hago bolitas de papel, que voy arrojando a la cesta para afinar puntería. Sin moverme un ápice de mi espacio sigo a Sofía con la mirada cuando sale del aula. Debe ir al baño porque sale con el bolso. La imagino como a la chica vecina; un escalofrío se apodera de mí; aparte de eso la sexy de Tatiana levanta las piernas como Sharon Stone en Bajos Instintos; la condenada provoca con cada centímetro de su cuerpo, es una bomba a punto de estallar.
La señal de un mensaje en mi teléfono destella en medio del paraíso: “Hoy he pensado en ti, necesito que hablemos, te espero a las tres en la biblioteca”. Sofía regresa y no puede evitar dejar de mirarme. Otro escalofrío me invade ahora el alma. Siento a Sofía más mía que del Agelasta, y solo ha sido un beso, o una boca sobreponiéndola sobre otra boca, sin movimiento de lengua, de labios. No reparo en teorías ni en tiempos ni en nada. Me quiero meter de cabeza al agujero, no importa el cangrejo y sus tenazas. Sofía es un punto de apoyo y yo me siento capaz de mover el mundo por ella.
A las tres en la biblioteca me espera. A las tres.

Sofía tiene puesto el pantalón con arañazos de tigre que tanto me gusta. Mi corazón late en la garganta. En Sofía hay un brillo demencial, sus ojos la delatan. Estamos sentados frente a frente sin hablar, para qué le digo lo que siento si ya lo sabe. Sin embargo a las mujeres les gusta que uno les hable de eso, que pidamos permiso para entrar en sus vidas, que narremos con pelos y señales lo locos que estamos por ellas, que se nos vea la baba saliendo a borbotones por la boca; eso las hace sentirse importantes, dignas de ser mujer.
Para romper un poco el hielo le cuento la historia de Liliana. Lo hago tan rápido que no sé si me entiende, mi lengua se mueve como si fuera a inocular a alguien. Le digo que Liliana me deja perplejo cada vez que le pregunto algo, Sofía escucha sin dejar de mirarme. Me ruborizo un poco tras cada palabra, es difícil hablarle y no tenerla más cerca. La verdad es que no sé cómo tratarla. Me muevo en la silla como si estuviera sentado sobre piedras de lava muy puntiagudas.
–¿Entonces de qué querías hablar? –le pregunto a secas para no atragantarme más.
–Tú ya lo sabes –me dice, y también se ruboriza–. Es sobre lo que está pasando.
Sofía toma en sus manos un libro y comienza a hojearlo como esperando a que yo le ayude en su impulso.
–Lo que está pasando es sencillo, Sofía –hago acopio de una fuerza desconocida–: hace tiempo me rindo ante ti, no dejo de pensarte, mi corazón se agita de solo recordarte, de solo escuchar tu voz, es como una burbuja, me siento vacío cuando no estás cerca, no sé, Sofía, qué sea, pero te aseguro que es maravilloso lo que me mueve hacia ti…
¿Qué es lo que le estoy diciendo? Las palabras no han sido medidas, no son las mejores, pero son las que me salen de adentro. Aprendo que, aunque para el amor uno no está preparado y que todas las situaciones hacen variar el instante de la confesión, el sentimiento fluye como el agua constante de un río. Es el momento de la verdad.
Sofía suelta el libro antes de decir:
–Es algo extraño pero yo siento lo mismo, sé que no es sano del todo pero no puedo evitarlo; hay cosas de mi vida que no conoces y que se relacionan con él, todo es él, los dos últimos años de mi vida se resumen en él; pero tienes algo que me hace sentir importante, deseada, muy mujer; él parece vivir en otro planeta, no siempre, pero es así, tú tienes humor y eso me gusta, tú dices las cosas como son, las nombras sin fingimientos, eso me tiene enredada, como el atrapa-sueños que tengo colgado en el cuarto, necesito que me ayudes a aclarar esto, necesito sacar de mis entrañas esas voces que dicen sí y que dicen no como si su significado fuera igual.
Le tomo las manos y ella me aprieta; hay lágrimas en sus ojos, su ternura se desborda, sus dudas se acentúan. Le doy un beso en las manos y ella me pide un abrazo. Yo acerco mi silla a la suya y nos abrazamos por una eternidad.
Hacemos un pacto de silencio. Yo debo entender su posición: el Agelasta existe, no es una mancha en el espejo, no es la cabeza de un alfiler; pero hay abandono, hay detalles, hay vacío, hay necesidad. A él se le olvidan tantas cosas que ella quisiera…, y yo estoy ahora ahí, haciéndola sentir viva, importante, como ella a mí, recordándole que la vida puede ser más amable, que aunque muchos digan que el amor no existe, nosotros dos sí.
Mi felicidad es tanta que le propongo que nos casemos como los gitanos, tratando de emular el juego de Perrito. Me da un beso y me dice que no apuremos las cosas, que tengamos sentido común. Yo digo que bueno, pero no entiendo eso de sentido común, no soy bueno filosofando y menos en temas del amor.
Una señora con cara de prefecta de monasterio se nos acerca y nos dice que ése no es el lugar adecuado para nosotros, que respetemos a la gente que sí va a estudiar. Yo la miro con ganas de escupirle la cara por ser tan inoportuna, por olvidar aquellas cosas que debió hacer cuando la flagelaban sus hombres, si es que tuvo, si es que tiene, porque con esa cara dudo mucho esa posibilidad.
Tomamos nuestras cosas y salimos a la calle. Entramos a una cafetería a dos calles de allí, donde pedimos un refresco, donde nos ponemos de acuerdo en lo que sigue en nuestras vidas, para seguir con el deslumbramiento, para besarnos con desenfreno. Establecemos entonces que la cafetería será nuestro punto de encuentro, marcamos territorio. Sofía tiembla como una hoja al viento. El viento es lo que quiero ser yo.

María Teresa: Una aguja, una nube y un río… Me has puesto a pensar seriamente en una buena respuesta. Podría ser que cosiera la nube al río, que con la aguja hiciera agujeritos a la nube para aumentar el caudal del río, qué sé yo. Por otro lado no haría nada, los dejaría tal como están, como son. Cada uno de esos elementos tiene su propio fin, eso es, dejarlos tal como son, independientes, no sobreponerlos a mis caprichos o al capricho de la gente. De pronto, si pudiera, claro que en mi imaginación puedo, me subiría a la nube y me deslizaría a través de la aguja hasta tocar las aguas profundas del río, para beberlo un poco, para volverme poeta.
Yo: Sería bueno un copito de nube con sabor a sol.
María Teresa: El problema es el sabor del sol. Muy reseco ese sabor. Mejor uno con sabor a fruta. ¿Has pensado en la fruta prohibida?
Yo: Cuál de todas.
María Teresa: La bíblica.
Yo: Ahí tengo una dualidad: me hablas de la fruta de Eva o la fruta del árbol.
María Teresa: La del árbol, no te me salgas de ahí.
Yo: A ver… Digamos que estoy en lo alto del árbol del fruto prohibido, escondido entre su follaje, inmóvil, sin espantar un solo pájaro, inmóvil como una gota de agua que sobrevive de la noche. Hay manzanas, muchas manzanas rojas colgadas como luces de árbol navideño. De repente veo una serpiente ofreciéndole a una mujer una manzana madura. La mujer debe ser Eva. Está desnuda y es bella, por Dios que es bella. Eva es bella y de su belleza no pormenorizan las escrituras. Así es la primera mujer, la primera provocación del mundo. La serpiente habla con una extraña sabiduría que convence. Eva extiende su mano, observa la manzana que cabe en su cuenco, su olor es único; con ojos vivaces la muerde. Cada mordisco de Eva a la manzana me anima el espíritu, calienta mi respiración. Allí no hay ningún pecado universal ni nada que se le parezca. O tal vez sí: el pecado es como muerde Eva la manzana. Su boca seduce, su gesto de complacencia. Me enamoro. La serpiente se enrosca apaciblemente junto al árbol, saca la lengua en intervalos precisos. Eva come de pie junto al árbol, es toda una mujer; una pequeña hoja cae sobre su espalda. Arroja lo que sobra de la manzana entre los arbustos cercanos y le da las gracias a la serpiente. La serpiente parece sonreír, satisfecha, como si ella se hubiera comido la manzana. No dice nada. La serpiente se marcha dejando sola a Eva, que mira el atardecer, somnolienta. Continúo quieto en mi rama pero no puedo evitarlo y pronuncio su nombre. Eva gira su cabeza y me descubre. Me contempla por un rato, algo asustada, dando dos pasos hacia atrás. Luego se calma y me hace señas para que baje. Pese al temor por la serpiente, desciendo del árbol directo a ella. Frente a frente Eva es más bella, su piel es de un color exótico. Me invita a una manzana que alcanza con la mano. Acepto sin la menor preocupación. Al morder la manzana siento por un instante el sabor de sus labios, o lo que debe ser, en todo caso exquisito. Eva me mira fijo y sé que son ojos que ya he visto, claros y pequeños. De pronto todo se mueve, la tierra y el aire, y como si despertara de un sueño acogedor me veo desterrado del paraíso. Un destierro que dura hasta hoy.
María Teresa: Aplaudo tu rapidez para pensar, me gusta. Debes ser rápido para las frutas prohibidas.
Yo: Cuál de todas (repito).
María Teresa: La fruta prohibida que anhele tu corazón.
A veces pienso que María Teresa tiene una bolita mágica donde adivina ciertas cosas, pero sé que es porque es madura en sus reflexiones, que conoce el sabor de la fetidez y de la gloria, que no anda por ahí como velero extraviado en el agua, sin vela, sin remos, sin una brújula para llegar a algún lugar. Ella me ha autorizado para hablar con todas las cartas sobre la mesa, pero hay cartas, como ella, de las cuales es mejor no hablar.
María Teresa se despide. Yo cierro mis ojos y le digo adiós. El rostro de Sofía en mi memoria me salva de las aguas mansas.

miércoles, 25 de marzo de 2009

La fiesta del equinoccio


*Por Federico Diaz-Granados



Nuestro admirado Aldo Pellegrini nos invitó a contribuir a la confusión general. Por eso el Gimnasio Moderno, esta casa centenaria, acoge en la tarde de hoy a todos los confabulados interesados en emprender la verdadera aventura esencialista de la creación y el asombro, fiel a su talante liberal e incluyente y a la herencia humanista de los padres fundadores que nos enseñaron que sólo a través de la poesía y la literatura podríamos entender las proporciones de una sociedad más justa y solidaria.
Se nos ha recordado a todos que en los tiempos primitivos la poesía servía para llorar y celebrar el mundo. Hoy la poesía continúa teniendo, entre tantas, la función de exaltar la existencia y lamentar y combatir la muerte.
El poeta portugués Eugenio de Andrade nos ha mencionado que la única y verdadera moral de la poesía “es que se rebele contra la ausencia del hombre en el hombre porque si éste se atreve a -cantar en el suplicio- es porque no quiere morir sin mirarse en sus propios ojos y reconocerse y detestarse o amarse”.
Desde Homero hasta San Juan de la Cruz, de Virgilio hasta William Blake, desde el lamento del pobre Job hasta Fernando Pessoa, desde Hölderlin hasta Nazim Hikmet la mayor ambición del quehacer poético siempre ha sido la misma: Ecce Homo, repite De Andrade y parece decir cada poema: He aquí al hombre, he aquí su fugacidad sobre la tierra. Porque el futuro del hombre es el hombre, estamos de acuerdo, pero el hombre de nuestro futuro no nos interesa desfigurado y ahí sobrevivirá la eterna y misteriosa poesía. Ausencia y presencia, vacío y plenitud, duda y certeza estarán presentes por siempre en la palabra.
¿Quién sino el poeta para devolverle al mundo un poco de la belleza y el horror que éste nos ha otorgado? ¿Quién sino el poeta para traducir la libertad del hombre y de sus sueños? La poesía no va a resolver, ni ha resuelto nunca los conflictos, ni el problema del hambre y seguramente hoy no solucionará el flagelo del secuestro o el de los desaparecidos o el de los torturados, pero siempre nos ha acompañado (a lo mejor desde el abuelo pitecántropo) y nos ha ayudado a sobrevivir gracias a su belleza. Quizá esa sea su única obligación, ser bella, sea cual sea su tiempo y su tema y revelar como un álgebra lo oscuro y lo desconocido. Por eso celebrar el Día Mundial de la Poesía es festejar el triunfo del asombro, la solidaridad y el compromiso en tiempos de la globalización y la deshumanización. No sería justo estar aquí sino fuéramos conscientes que exaltar el Día Universal de la Poesía, en el equinoccio de primavera, es proclamar una vez más el triunfo de la poesía como la verdadera resistencia del hombre en su paso por esta aventura de la vida sobre la Tierra.
En este complicado, difícil y caótico mundo que nos correspondió la poesía se sigue definiendo como un milagro y se sigue defendiendo ante toda propuesta virtual. El hombre está en crisis hace mucho tiempo y su catástrofe nos recuerda una especie de Titanic de nuestra modernidad. Por eso, cuando quede el último de nosotros, solitario sobre la única roca erguida sobre la tierra, en aquella noche final de los tiempos, sólo tendrá a su lado la poesía, la palabra, la plegaria o la imprecación como compañía.
Saint-John Perse dijo en su discurso de aceptación del Premio Nobel que cuando las mitologías se desvanecen, lo sagrado encuentra en la poesía su refugio y quizá su relevo, porque la poesía moderna se adentra en una aventura cuya meta es conseguir la integración del hombre. Eso es lo que festejamos en la tarde de hoy, la integración del hombre a través de la palabra de siempre.
La poesía, escribió García Márquez, “por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que enumeró en su Ilíada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad media. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana que cuece los garbanzos en la cocina y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos”.
Bienvenidos poetas, bienvenidos todos ustedes a esta casa de poesía y celebremos nuestra gran recompensa de presenciar el milagro del hecho poético en tiempos de la amnesia y la paranoia donde no tienen cabida los milagros ni la taumaturgia. Bienvenidos poetas herederos de una tradición honda y verdadera que hoy cada uno de ustedes homenajea con su voz.
En conclusión quisiera citar a Pablo Neruda quien nos recordó que: “sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres. Así la poesía no habrá cantado en vano”.
Que la poesía sea nuestro pastor y nada nos falte…

*Poeta, catedrático y ensayista colombiano.
La tercera versión del Día Mundial de la Poesía convocó a 180 devotos en la Universidad Nacional de Colombia y 320 en el teatro del Gimnasio Moderno.