miércoles, 22 de julio de 2009

Diario de una apuesta (capítulo dieciséis)

Conozco a David en el puerto, en una de mis tantas caminatas por el camellón. Es temprano y hoy no hay universidad.
David, de acuerdo a lo que me cuenta, es un hábil comerciante dedicado al negocio de las comunicaciones, a la venta de llamadas por teléfono a cualquier parte del mundo. Su negocio es bueno porque vende a dólar el minuto, y los usuarios de su servicio son los tripulantes de las embarcaciones que atracan para descargar productos que llegan del otro lado del mar.
David también es un buen conversador: me habla de sus anécdotas con las tripulaciones de los barcos, de su primer vómito en altamar, de la gente ruda que llega en esos témpanos de lata como les llama, de los alemanes y filipinos que son los más lacras, del dinero que se gana cuando los hace hablar, de lo celosa que es su mujer (me pregunto si será hermana de la Bruja).
David sonríe sin ninguna dificultad, es amable, siento que no es otro cretino aunque a veces se camuflan tan bien que nos pueden hacer equivocar. Me aprovecho de su generosidad y llamo a Sofía, ella contesta, su voz es baja, delgada, con eco, como si estuviera encerrada en un sótano, entre paredes de hierro. Sofía me dice que aún no ha hecho la consulta, que por el momento no puede, que más tarde… Las palabras se me devuelven de la boca porque presiento que está con él, y no quiero imaginar en dónde ni haciendo qué. Cuelgo ante el balbuceo de ella, ante la mirada inquisidora de David. Le cuento a David parte de la historia mientras se fuma un cigarrillo que tiene impresa la marca de Fidel. Le cuento la historia porque me inspira confianza y parece coherente en sus ideas, porque quiero hablar con alguien que tenga visión de pájaro marino. Le cuento, finalmente, que ya no pierdo mis tortugas pero me pierdo yo. David me asegura que en este mundo todo es un círculo vicioso de entusiasmos y trampas, que la mierda es igual en cualquier punto del globo terráqueo, que en cuestiones de amor todos perdemos por igual.
Sus palabras son un baldado de agua fría.

La mujer de Albeiro me trae una limonada y se sienta a mi lado mientras éste llega. Está feliz de tenerlo de vuelta después de semejante lío. Ahora tienen socios porque no encontraron otra solución más que vender la mitad del restaurante. El dinero apenas alcanzó para pagar a la ex y los honorarios de un abogado. Albeiro entra y me da un abrazo. Su alegría se refleja en cada gesto. Le entrega unas bolsas con pescado a su mujer, ella se levanta y entra a la cocina. Albeiro me cuenta atropelladamente su vida en la cárcel después de traerme una limonada; me cuenta con un entusiasmo como si no hubiera sido un hecho trágico. Eso es lo bueno de Albeiro, siempre ve el lado positivo de las cosas. Esta parte del mundo debiera ser como él, pero es una utopía pedirle peras al manzano. Aprendo de cada palabra suya sin que sean consejos (los consejeros son embaucadores como Walter Mercado que no sabe ni de qué sexo es). Albeiro me sirve un caldo de pescado que me quema la lengua. Parte de mi virilidad queda en la sopa caliente.
Camarón y Gasparín llegan juntos. Pregunto por Perrito pero me dicen que anda un poco perdido, guiando su rebaño de ovejas al corral. Ambos están hambrientos. Camarón le pide a Albeiro una mojarra frita con patacón; Gasparín quiere pollo guisado, sin ensalada. La mujer de Albeiro los saluda desde la cocina, tiene la frente llena de gotas de sudor; imagino (porque soy bueno para imaginar), que las gotas de sudor caen dentro de la sopa caliente que tiene en el fogón. Un tipo con una camiseta de guía turístico nos ofrece hospedaje pero le contestamos con sorna que no somos turistas, que antes nosotros le alquilamos a él. El tipo se va malhumorado por no dar su tiro en el blanco, por sentir la frase cargada de animosidad. Nos reímos de la manera en que camina más que de su pobreza. Albeiro trae los platos, Camarón pide limón. Entonces me uno al festín de la comida para contarles la noticia de mi entusiasmo, es decir, de Sofía, de mí. Gasparín me reta con la mirada porque no cree que sea cierto. Les enseño mi teléfono para que lean los mensajes. Camarón asiente con un gesto y me tira un pedazo de servilleta a la cara; Gasparín me estrecha la mano y me felicita.
Los pormenores de mis pasos por el paraíso se los voy contado mientras terminan la comida. Me comprometo con ellos a que la conozcan esa semana, me comprometo con ellos a que la van a amar también.
Gasparín paga, siempre es el que paga. Albeiro y su mujer nos despiden como si fuéramos sus hijos. Camarón nos lleva en su carro a la casa porque tiene un compromiso y no quiere que se le haga tarde. Asegura que el compromiso es con alguien interesado en el carro, un buen negocio que no quiere perder. Camarón tiene la cara roja.

Por la noche me entero que Camarón sufrió un accidente en el carro, que está en observaciones en el hospital, que de momento tiene una fractura en una pierna y vidrios del panorámico incrustados en un brazo. Que la mujer que lo acompañaba está también fuera de peligro, solo presenta una herida abierta en la cabeza pero no es profunda. No me dicen nada más. Perrito me recoge. Gasparín está en el hospital sentado en una banca de la sala de espera. Está más pálido que su propio fantasma, tiene las manos entrelazadas y juguetea con sus dedos al círculo. Nos ve y se pone de pie para saludarnos, parece que también ha tenido una mala noche. Nos dice que Camarón está bien para como fue el accidente, que se quedó dormido mientras conducía y se estrelló contra un árbol, que la prueba de alcoholemia salió positiva, que la mujer que lo acompañaba era Yuly, que Lucía está en la cafetería fumándose otro cigarrillo. Así entiendo que la premura de Camarón no era para vender el carro sino para darse una buena escapada con Yuly. Camarón tampoco cambia, como Perrito, que por mujeres se olvidan de los amigos, de nosotros que estamos en las buenas y en las malas, como ahora.
El pasillo del hospital es frío, huele a alcohol etílico. Por la puerta de emergencia entran en una camilla a un tipo con heridas de bala, parece que ya no tiene sangre en las venas; la muerte está por todos lados. Yuly es la primera en salir de la sala de observaciones, una enfermera como de trapo viene con ella. Yuly aún tiene lágrimas de susto en el rostro, Lucía la abraza como siamesa. Se despiden de inmediato porque alguien las espera (no sé quién me dice que es un novio que Lucía se ha levantado, un inglés que, deslumbrado por su belleza, en dos días de noviazgo ya quiere casarse con ella). Pero hay algo misterioso en esa despedida: los ojos de Yuly, cuando pasa por mi lado hacia la salida, tienen otro brillo, mejor, tienen una línea que opaca, una línea que no acierto a descifrar, como una veta de niebla.
Dos horas después sale Camarón con sus vendajes de momia, sonriendo el depravado. No lo golpeamos porque nos da lástima, pero se la tiene bien ganada por botar a sus amigos, por salir corriendo tras cada palo con falda, no por Yuly, sino por unas cosas raras que le conocemos, como la “cascos”, como la “siete culos”.
Sus explicaciones tontas nos dan más coraje; lo odiamos en ese momento, lo odiamos, y Perrito se lo hace saber. Lo subimos al carro como trasto viejo al que se le tiene gran cariño después de todo. Salimos del hospital rumbo a su casa, algunas gotas de agua empañan el ambiente. Recorremos las calles de esa ciudad miserable y antigua, recorremos las calles como los cuatro del patíbulo rumbo al paredón.
Un día de estos Camarón va a perder la cabeza y no vamos a estar ahí para levantarlo.

No hay comentarios: