jueves, 5 de agosto de 2010

Cerrando círculos...

Una mano que surge de alguien cuyo rostro no distingo al instante, brumoso por la distancia que nos separa, me revuelca el cabello como si estuviera frotando una pieza de metal. Esa mano es la de un hombre que mi madre llama Osiel: el hombre que se supone me engendró. Desde donde estoy —no acierto a precisar si sobre su cabeza, a un lado suyo o debajo de él—, veo su trabajo como mesero en un restaurante de mediana categoría, trayendo sopas o bebidas, llevando platos, limpiando mesas, sonriendo a los clientes como si su vida fuera un paraíso eterno e inmodificable. Está tan metido en su cuento, en su historia personal, que no percibe mi presencia, si es que, acaso, pueda llamarse presencia a algo que para él no existe. Y la razón es sencilla: él se niega a ser mi padre; él no acepta que yo sea su hijo; él no cree lo que le ha dicho mi madre sobre su responsabilidad paternal.

Desde aquí parece alto, delgado, trigueño, con una visible calvicie. Sus zapatos son grandes como sus manos. Pero ni sus zapatos ni sus manos logran quitarme la desazón de crecer sin su amparo, sin la comunión de ese cordón umbilical, sin su sombra o gesto indicando el porvenir. No lo odio por la decisión tomada o por la duda que abriga. Pero debió intentarlo, mandarme mensajes aunque estos sólo fueran mentales. Debe ser alguien minimalista, o quizá un temeroso muchacho que ante lo que se presenta sólo atina a huir. Los seres humanos nos caracterizamos por correr cuando la adversidad se asoma en la esquina. Y él debió calcar este síntoma como ninguno.

También es posible que mi madre, al callar, pretendió ocultar un pasado más tormentoso. Pero, ¿y de dónde diablos sacó el apellido? ¿Por qué, simplemente, no hizo como otras madres solteras y me puso los suyos? ¿En algún instante tuvo miedo de mis reproches? Son muchas las preguntas que se quedaron por responder…

Veo a mi madre restregando pisos en una casa de familia donde trabaja por días. En el gesto de su frente hay una huella como de angustia, como de abandono, como de daño por un mal amor, por un hijo que franqueó sus esperanzas. Y por eso es ruda conmigo en esos primeros años. El afecto que me llega desde su corazón es un escarceo apenas perceptible. Su vehemencia de vivir ha pasado a ser exhausta. Mira la vida como si esta pasara por un lado suyo, sin fecha ni identificación. Hastío o estorbo son las sensaciones que, presumo por la forma en que respira cuando me dice algo bueno o malo, despierto dentro de ella. No puedo decir que mi cuerpo ha medido la fuerza de su abrazo. No puedo decir que reconozco su aliento a través de una venda.

Mi madre, así lo creo, debió darme más. Yo no sólo tenía derecho a la vida, sino a vivir esa vida con ella. Pero se congeló con mi nacimiento. Fueron muy pocas las ocasiones en que logró salir de ese duro cascarón. Parecía llevar un odio tan furibundo, que como una lanza de plata le atravesaba el pecho. Sólo Andrea era el equilibrio entre los dos. Y esta no es mi declaración de revancha. Es como me llegan las imágenes, en desorden, yuxtapuestas. Es como me veo ante ese entorno, ante el triangulo que forman los tres, y yo de por medio, estirándome, tratando de ser un poco mejor. Si de la desesperación nace la devoción, como dice un escritor nuestro, también nace el rencor más severo. Y en ello también hay devoción hacia lo perverso.

La imagen es recurrente: el reproche a mi madre obedece a que debió protegerme más. No sólo en esos momentos de regocijo, cuando su alma se tranquilizaba, sino cuando la crisis, cuando la adversidad asomaba su cabeza de ratón. Por eso mi corazón de niño sufre en la medida que su indiferencia arrecia. Por eso, cuando ella muere, mi dolor se incrementa, como el redoblar de unos tambores que no precisamos su origen, ni si es un canto de vida o una advertencia de muerte.

A esta hora no sé quién debería pagar: un padre que nunca fue padre; una madre que no supo ser madre; una hermana que dejó de serlo por amor a un extraño. Todos ellos, en algún momento de su vida, fueron mis verdugos; consciente o inconscientemente. Unos verdugos que han dolido como un parto. Porque es difícil entender que tu familia te trata como si no fueras un pedazo de ella.

Veo tres imágenes más: Mi madre muerta no puede remediar nada; no hay modo de defenderse y no la quiero incriminar más. Andrea da el salto que la hace redimirse con ella misma, que la trae de vuelta con la misma intensidad que se fue un día cualquiera. Y mi padre —no sé si sea mi padre, no sé si pueda llamársele así—, es posible que haya caído por mi mano del mismo modo que el mito de Edipo cuenta la más famosa de las tragedias griegas.


Capítulo de la novela El juego de Archer, próxima a ser publicada.

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