viernes, 2 de octubre de 2009

Diario de una apuesta (Capítulo final)

Me despierto con un dolor de cabeza del demonio. Tengo pegadas las ondas del vahído que produce la resaca. Tengo una sensación de malestar en la garganta, como si se me hubiera atravesado el esqueleto de un pescado; hasta el agua tiene dificultades en pasar. Siento que el mundo es otro, de los menos imbéciles, tal vez. Recapacito un poco y espero a que ella me llame, a ver qué me dice ya recuperada de su desdoblamiento, de su envoltura de burbuja de vapor. Mis pensamientos se tornan imágenes de una película dirigida por Quentin Tarantino que hay que pasar con rodillo.
Me asomo por la ventana y me parece que todas las ventanas de los edificios y de las casas vecinas están completamente cerradas, con láminas de acero, y que las calles se han convertido en vertiginosos caminos que conducen a una dimensión azarosamente desconocida, y que el sol ya no es de zanahoria sino de un color que no reconozco, de un color recién inventado, de un color que me apuñala los ojos.
El resto de la mañana pasa sin mayor contrariedad: mi hermano durmiendo a pierna suelta, abriendo la boca para respirar mejor; mi madre barriendo la casa, sacando telarañas, como yo le enseñé; el mundo anunciando que han surgido otros tres grupos terroristas que amenazan con un nuevo orden mundial.
Por la tarde padezco los síntomas de la fiebre, de una tos espantosa. Un par de aspirinas es todo lo que puedo tomar porque mi mamá está que no quiere ni verme, y con justa razón porque hay vómito hasta en el techo. Y Sofía no llama, Sofía en sombras, Sofía que no aparece en ningún punto del sistema planetario; Sofía se convierte ahora en la nube a la que le tiro piedritas, el punto ciego de mi existencia, de lo que no quiero recordar, del odio después del desamor, del modo de inventar el crimen perfecto.

¿Y Perrito? ¿Y Gasparín? ¿Y Camarón? Al diablo con ellos. Pero no. No tienen la culpa de lo que soy. No tienen la culpa de esto que me carcome. Cada uno vive su propio duelo. Somos islas independientes, después de todo. Habitamos una vasta región donde aprendemos a defendernos de gigantes, de caníbales, de sicópatas, de chupasangres, de escorias amorfas. Y en esa defensa también nos tornamos en aquello que odiamos. Así es.
Perrito, por lo menos, ha entrado en franca paz con Bibiana. Van a comenzar a preparar todo para concebir un hijo. Se lo merecen. Más Bibiana que él, pero se lo merecen. Mientras tanto Gasparín viajará para donde la Bruja, que vive en el Cauca. Desde allá me escribirá, si lo dejan, manifiesta con humor, y su deseo es conducir un taxi que acaba de comprar el papá de ella. Y Camarón, Camarón es peor que Sofía: no llama, no da señales de vida, nadie lo ha visto desde que conoció a un muchachita de nombre Darmelys que vive en Gaira. Camarón se pierde como la espuma del mar al tocar la playa.
Y esa es la vida, la dulce vida cuando no es agria. A veces es un torrente de agua inundando los cultivos, otras, como hoy, una hoguera que quema sin consideración hasta la rabia y la nostalgia.
Unos se van y otros quedan. Pero mis amigos siempre estarán en el lado donde nada se olvida. Por ellos nunca habrá austeridad, si acaso lágrimas de saberlos vivos en la distancia.


El teléfono suena con insistencia, con una insistencia lapidaria, pero ya han pasado casi cuatro lindos días sin saber de ella, cuatro días en que uno acumula tanto rencor que una mala inspiración podría envenenarnos: en el primero creí morir de la resaca y del caos y del desamor; en el segundo, el desespero de la ausencia me puso de un genio que ni yo podía soportar; en el tercero, salí con mamá y papá a la playa de Taganga, pero les confieso que me dieron ganas de arrojarme desde el mirador, cerro abajo; en el cuarto, o sea hoy, a las cinco de la tarde, después de hacer una y otra cosa banal para entretener la memoria, el síndrome del Fénix la ataca.
Le digo que Roberto ha sabido arreglar las cosas (maldito insecto, médico después de todo). Ella dice que estoy equivocado, que no es lo que pienso. Y, ¿qué es lo que pienso después de cuatro días?, le pregunto. Guarda silencio (por el auricular su respiración es agitada, la imagino mordiéndose el labio). Ella no ha estado ahí ni siquiera para saber eso, se preocupa muy tarde, le recrimino como nunca he hecho.
Lo que pienso, le digo, ella jamás podrá entenderlo mientras tenga una estaca como el Agelasta en el corazón, que le torpedee los movimientos, que le estropee cada partícula de su ser. Lo que pienso va más allá de su entendimiento sobre el amor.
Entonces ella cuelga, sin decir ya nada, pero yo sé que no tiene nada para decir. Comprendo que todo es una trampa en esta puta vida, un juego donde arriesgas todo por nada. Quizá todo deba ser así, arriesgar sin esperar nada a cambio, el entusiasmo se resume en eso.
En el estanque me reúno con mis tortugas. Una lágrima me sale hasta caer y hacer una onda en el agua, ellas esconden la cabeza. Pitico trata de moverme la cola, es la impresión que me da ese bicho que quiero como hijo mío: Aún en medio del llanto se me escapa una mueca de sonrisa.
Pensar que las aposté, que casi las pierdo. Solo que el que perdió fui yo, ya lo sé. Perdí y me perdí. Pero, Sofía, perder para aprender, no es perder. Ese es el juego del eco. Adiós.