lunes, 28 de febrero de 2011

Viaje a Bogotá de Supermán y Archer

En 1928 el filósofo Fernando González y Benjamín Correa inician un viaje a pie que los lleva por varios puntos de la geografía colombiana. Las huellas de sus vivencias quedaron reunidas en el libro Viaje a pie, una obra que leí por primera vez hace 18 años y que me permite relatar hoy, sin la profundidad del filósofo antioqueño, el camino que inicié el pasado 22 de enero hacia Bogotá, pero en automóvil y en compañía del poeta Juan Carlos Acevedo. Fue un recorrido de ida y vuelta que duró una semana. Un recorrido que ambos acordamos narrar desde nuestra óptica, en nuestras páginas. Y esta es su historia, al menos la de ida:

Me levanto a las 6 de la mañana. El frío es monumental en este lado del mundo donde ahora vivo, donde ahora respiro. Dormí bien, con algún sueño erótico atravesado entre mis sábanas. Sonrío al recordar que en pocas horas llegaré a Bogotá donde me espera la musa de mis alucinaciones, de mis entusiasmos, de mis perversiones. Sonrío de saber que será una semana conociendo la vía láctea al lado suyo. Me tomo un jugo de naranja con algo de miel. Reviso el carro, las llantas, el agua, el equipo de carretera, el botiquín. Contemplo el paisaje sobre la que está levantada mi casa, mi chimenea, mis libros. Hago un gesto de aprobación como si fuera a emprender un viaje al fin del mundo. Luego desciendo la montaña en compañía de mi nuevo amigo llamado Archer. Un tipo impertérrito y silencioso como pocos.

Después de una hora de camino, llego a Manizales. Juan me espera en la esquina de su casa. Lleva una maleta que hace juego con su camiseta de Supermán (por lo grande y colorida). Intuyo que no ha dormido muy bien por las ojeras que sobreviven bajo sus párpados. Me confirma la sospecha, aceptando, además, que bebió hasta las 3 de la mañana con un amigo que casi lo mata a punta de declamaciones, de poemas lacrimógenos. Yo le digo que mientras no se duerma, ni me repita las declamaciones, ni me vomite el auto, puede ir conmigo hasta el infierno. Me da la impresión de que tampoco se ha bañado, pero evito hacer comentarios porque yo no soy el mejor de los ejemplos. Hace algo de sol, y a las 9 en punto comenzamos la odisea por la Avenida Santander, mientras yo llevo en una mano un café oscuro y Juan una gaseosa colombiana.

Ya perdí la cuenta de cuánto llevamos Juan y yo de amigos, allá por la época de la Casa de Poesía Fernando Mejía, cuando intentábamos dar el gran salto hacia la Poesía. Flacos ambos pero inflados de deseos por ser el mejor poeta de la generación cuando apenas, si acaso, habíamos leído a Neruda o a Julio Flórez. Esas sospechas la corroboramos entre una historia y otra, pues de entre tantas cosas que recordamos salió a luz nuestros comienzos en la literatura, aquella noción de ser y no ser en la palabra. Los cómics fueron nuestro punto de encuentro. La pobreza de los barrios que habitábamos. La ausencia de un padre que nos llevara de la mano cuesta arriba.
 Recordamos muchos nombres, incluso la anécdota de pasillo, cuando éramos talleristas de la Fernando Mejía,  que anunciaba que el poeta sería sin duda alguna Mauricio Castro. El buen amigo Mauricio que hoy se dedica a otras buenas y nobles tareas, menos a la poesía en el estricto sentido de la palabra. Así es: Juan Carlos termina siendo el poeta de la generación, pues como ya han podido darse cuenta ustedes, yo he claudicado como muchos otros, por falta de talento o física pereza, y me he entregado a las delicias de escribir historias (pero tampoco puedo decir que soy el narrador de mi generación, pues es algo aún muy pretensioso).

Dos horas después estábamos almorzando al lado del Gran Río de la Magdalena, en un pequeño restaurante de Puerto Bogotá. Atendidos por una diminuta mujer que se comía las uñas (cuando vi lo que hacía con sus manos ya habíamos devorado un trozo de sobrebarriga frita); bajo un sol inclemente pero apropiado para viajar; enfrentando la cara de Juan que parecía recién salido de ultratumba. Libres ya del monstruo que produce hambre, continuamos la marcha hacia el primero de los altos, trayecto en el cual fuimos chocados por la imprudencia de un taxista que no vio cuando fuimos obligados a detenernos en una cuesta por el lento tráfico vehicular. Por poco y nos toca pagarle al taxista con versos o libros que llevábamos en las maletas, pues aducía que era una injusticia que le cobráramos por el daño, ya que al pagarnos le estábamos quitando la comida del día. Si no es por Juan, que sabe arreglar con sabiduría las cosas, creo que hubiéramos terminado en una estación de policía, y allí la poesía poco entra.

Pasada la primera prueba del viaje, retomamos la ruta y las anécdotas de vida que han nutrido no solo nuestra palabra sino nuestra memoria y espíritu. Los padres, los hermanos, las mujeres, los libros, las huidas, los sueños… empezaron a fluir entre nosotros como una catarsis muy íntima que nos permitiría aunar esos lazos de amistad.

Una cosa sí teníamos claro y en común: los hombres y mujeres que admirados de Caldas, los eventos que nos han formado tanto en los inicios como en estos tiempos (entendiendo que cada nueva faena trae su inicio y su deslumbramiento y su inexperiencia), los propósitos como escritores y el irrefrenable deseo de ser mejores en cada uno de nuestros campos, y el evitar las trampas que trae sentir que se ha alcanzado medianamente un éxito o un reconocimiento… Y aquí deseo hacer una de las más bárbaras confesiones: Estamos enamorados de la misma mujer. ¡Se imaginan! Brook Shields, la protagonista de la Laguna azul, nos ata de pies y manos el corazón.

Cuando menos lo esperamos entramos a Bogotá, por la calle 80. Allí, después de un par de llamadas, nos dirigimos a la casa de la bella Gloria Luz Ángel, donde Juan se quedaría, donde pude descansar un poco antes emprender mi viaje hacia el lugar donde el universo me esperaba. Y entonces “sonó un grito de alegría en la noche”.

PD. 1. Dejé a Juan en casa de Gloria Luz. En esa media hora que tenía antes de llegar a mi verdadero destino, supe que la admiración de Juan por Supermán era muy contundente, y me dio miedo pensar que Archer, nuestro silencioso acompañante, llegara a ser el Lex Luthor de esta historia compartida.

PD. 2. La crónica sobre este viaje del poeta Juan Carlos Acevedo la pueden leer en: www.santosoficios.blogspot.com